Envejece la generación del 45 y se agota la jubilación segura

En los próximos años, retiros y pensiones ya no estarán garantidos en las economías centrales. Los métodos para afrontar el problema tendrán profundos efectos en el futuro de las sociedades que han dominado gran parte del siglo XX.

12 noviembre, 2004

Lo que está en juego es la reversión de lo que probablemente haya sido una tendencia económica básica desde la II guerra mundial: seguridad de ingresos para quienes se jubilen en los países líderes. De los otros mejor ni hablar, porque nunca la tuvieron o están perdiéndola. En la mayoría de las naciones prósperas, efectivamente, el estado provee atención médica y otras prestaciones a la población pasiva.

En cuanto a Estados Unidos, parte de esa función la cumplen planes de retiro cofinanciados entre personal y empresas. Pero también esta variante afronta una crisis, porque el sector privado tiende a reducir planteles laborales como forma de recobrar y elevar márgenes o compensar reveses en los mercados, errores de gestión y otras contingencias.

En verdad, la globalización y una obsesión por competir u ocupar franjas obliga a las empresas a recortar costos. Uno de ellos lo representan planes de retiro o atención médica que van solventándose durante la vida útil del beneficiario. Estos programas, que parecían inatacables desde los años 50 en EE.UU. o fines del siglo XIX en Alemania, Japón o Francia, van tornándose insostenibles a medida como la generación de posguerra –protagonista de un auge vegetativo que inició el IV macrociclo económico de Kondrát’yev/Schumpeter- empieza a jubilarse. Dicho de otro modo, hoy hay cada vez más jubilados por aportante activo.

En la Unión Europea, este problema ha sido claro desde hace años, pero los gobiernos no “reaccionan” –en el sentido que desean los mercados- por temor a reacciones de la gente. Pero se han inducido ya expectativas en torno de “cambios inevitables”. En esta fase, el papel de las agencias calificadoras de riesgos es clave y consiste en no mejorar notas mientras no haya signos de eso cambios, tanto en el sector público como en el privado.

Como es natural, el público gasta menos y la dirigencia política busca evadir el dilema, porque cunde la preocupación sobre los futuros jubilados. Paradójicamente, en EE.UU., esto empieza a tener un efecto positivo: la gente comienza a endeudarse menos para consumir y piensa volver al ahorro. Pero, al cabo de tantos años de consumo en alza, las empresas se han acostumbrado a vender casi cualquier cosa a cualquier precio.

No obstante, existe en la segunda economía del mundo (la primera es hoy la UE) menos conciencia del fenómeno que allende el Atlántico o en Japón. Algunas empresas, en verdad, han restado beneficios concretos de los planes jubilatorios y otras los han congelado en forma discreta. Un tercer grupo no los ofrece a personal nuevo. De una forma u otra, la cantidad de empleados comprendida en planes tradicionales ha bajado 23% en quince años y ahora no pasa de 17.200.000. Tomando la familia tipo, significa que apenas 68.600.000 norteamericanos tiene la vejez más o menos asegurada, mientras hay más de 43 millones no cubiertos por esquemas asistenciales.

Hasta fines de los 90, los planes de pensión parecían sostenerse, en gran medida porque la burbuja bursátil hacía creer a las empresas que no tendrían que hacer aportes propios. Bastaba repartir opciones accionarias y apostar a que, al momento de jubilarse, se canjearían por papeles varias veces repreciados. Pero aquellas burbujas fueron pinchándose, la ulterior serie de bancarrotas escandalosas pulverizó los aportes del personal y, hoy, la Comisión Federal de Valores descubre compañías que maquillan planes de retiro para disimular su deterioro.

En general, los trabajadores sin planes jubilatorios tradicionales optan por los del artículo 401, cláusula k (código tributario interno de 1978, modificado por la ley Sarbanes-Oxley en 2001). Pero ese tipo de planes tiene un riesgo ya puesto en evidencia durante el repliegue accionario de 2000/1: las pérdidas en capitalización de mercado se pasan al aportante.

Ahora, George W.Bush intentará otra reforma en materia de seguridad social, con el objeto de reducir las prestaciones mínimas garantidas por el sistema. Casi imitando esquemas de pensión privada en economías chicas, el presidente –cuya base electoral no incluye empleados ni futuros jubilados urbanos- propondrá “cuentas especiales de ahorro”, que ofrecen posibilidades (no seguridad) de que sus titulares alcancen el retiro con fondos suficientes para mantenerse después.

Esta gama de posibilidades puede desatar un ciclo negativos de negocios, pues los norteamericanos bien podrían concluir que, ante tantas incertidumbres, les convendrá gastar menos y ahorrar más. Esta conducta desaceleraría una economía ya recargada de déficit insostenibles. El mismo proceso, al castigar inversiones y elevar tasas reales, acentuaría la regresión del consumo y se crearía un círculo vicioso.

Lo que está en juego es la reversión de lo que probablemente haya sido una tendencia económica básica desde la II guerra mundial: seguridad de ingresos para quienes se jubilen en los países líderes. De los otros mejor ni hablar, porque nunca la tuvieron o están perdiéndola. En la mayoría de las naciones prósperas, efectivamente, el estado provee atención médica y otras prestaciones a la población pasiva.

En cuanto a Estados Unidos, parte de esa función la cumplen planes de retiro cofinanciados entre personal y empresas. Pero también esta variante afronta una crisis, porque el sector privado tiende a reducir planteles laborales como forma de recobrar y elevar márgenes o compensar reveses en los mercados, errores de gestión y otras contingencias.

En verdad, la globalización y una obsesión por competir u ocupar franjas obliga a las empresas a recortar costos. Uno de ellos lo representan planes de retiro o atención médica que van solventándose durante la vida útil del beneficiario. Estos programas, que parecían inatacables desde los años 50 en EE.UU. o fines del siglo XIX en Alemania, Japón o Francia, van tornándose insostenibles a medida como la generación de posguerra –protagonista de un auge vegetativo que inició el IV macrociclo económico de Kondrát’yev/Schumpeter- empieza a jubilarse. Dicho de otro modo, hoy hay cada vez más jubilados por aportante activo.

En la Unión Europea, este problema ha sido claro desde hace años, pero los gobiernos no “reaccionan” –en el sentido que desean los mercados- por temor a reacciones de la gente. Pero se han inducido ya expectativas en torno de “cambios inevitables”. En esta fase, el papel de las agencias calificadoras de riesgos es clave y consiste en no mejorar notas mientras no haya signos de eso cambios, tanto en el sector público como en el privado.

Como es natural, el público gasta menos y la dirigencia política busca evadir el dilema, porque cunde la preocupación sobre los futuros jubilados. Paradójicamente, en EE.UU., esto empieza a tener un efecto positivo: la gente comienza a endeudarse menos para consumir y piensa volver al ahorro. Pero, al cabo de tantos años de consumo en alza, las empresas se han acostumbrado a vender casi cualquier cosa a cualquier precio.

No obstante, existe en la segunda economía del mundo (la primera es hoy la UE) menos conciencia del fenómeno que allende el Atlántico o en Japón. Algunas empresas, en verdad, han restado beneficios concretos de los planes jubilatorios y otras los han congelado en forma discreta. Un tercer grupo no los ofrece a personal nuevo. De una forma u otra, la cantidad de empleados comprendida en planes tradicionales ha bajado 23% en quince años y ahora no pasa de 17.200.000. Tomando la familia tipo, significa que apenas 68.600.000 norteamericanos tiene la vejez más o menos asegurada, mientras hay más de 43 millones no cubiertos por esquemas asistenciales.

Hasta fines de los 90, los planes de pensión parecían sostenerse, en gran medida porque la burbuja bursátil hacía creer a las empresas que no tendrían que hacer aportes propios. Bastaba repartir opciones accionarias y apostar a que, al momento de jubilarse, se canjearían por papeles varias veces repreciados. Pero aquellas burbujas fueron pinchándose, la ulterior serie de bancarrotas escandalosas pulverizó los aportes del personal y, hoy, la Comisión Federal de Valores descubre compañías que maquillan planes de retiro para disimular su deterioro.

En general, los trabajadores sin planes jubilatorios tradicionales optan por los del artículo 401, cláusula k (código tributario interno de 1978, modificado por la ley Sarbanes-Oxley en 2001). Pero ese tipo de planes tiene un riesgo ya puesto en evidencia durante el repliegue accionario de 2000/1: las pérdidas en capitalización de mercado se pasan al aportante.

Ahora, George W.Bush intentará otra reforma en materia de seguridad social, con el objeto de reducir las prestaciones mínimas garantidas por el sistema. Casi imitando esquemas de pensión privada en economías chicas, el presidente –cuya base electoral no incluye empleados ni futuros jubilados urbanos- propondrá “cuentas especiales de ahorro”, que ofrecen posibilidades (no seguridad) de que sus titulares alcancen el retiro con fondos suficientes para mantenerse después.

Esta gama de posibilidades puede desatar un ciclo negativos de negocios, pues los norteamericanos bien podrían concluir que, ante tantas incertidumbres, les convendrá gastar menos y ahorrar más. Esta conducta desaceleraría una economía ya recargada de déficit insostenibles. El mismo proceso, al castigar inversiones y elevar tasas reales, acentuaría la regresión del consumo y se crearía un círculo vicioso.

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