Emergencia en Francia, violencia en Bélgica,inquietud en la UE

Incendios en Bruselas, Amberes, Gante, Lieja y Sint Niklaas ponen en estado de alerta a Bélgica. Mientras, en Francia se imponen el toque de queda y una emergencia de alcance nacional.

9 noviembre, 2005

Tras el primer muerto en las refriegas francesas, algunos siguen comparando –erróneamente- esta explosión con la de 1968 o la comuna de París, 1874. Varios sociólogos temen que se haya acabado la Francia de “liberté, égalité, fraternité”. Entretanto, las Naciones Unidas y la Comisión Europea vislumbran riesgos de contagio en Alemania, Holanda e Italia. En los primeros casos, preocupan las colectividades turca e indonesia (ambas musulmanas, aunque laicas y mejor integradas).

Pese a las nuevas medidas en Francia, noche a noche se agravan los disturbios en las periferias empobrecidas. Más y más franceses de clase media urbana -de suyo chauvinistas y etnocéntricos- sostienen que naufraga la sociedad basada en los viejos ideales de 1789. Como algunos miembros del gabinete, piden mano muy dura con negros y musulmanes, especialmente jóvenes.

En buena medida, esta crisis es fruto de una dirigencia política y sindical mediocre, pequeña y egoísta. Como las de Estados Unidos y muchos países europeos. No sorprenden, pues, los conatos “oportunistas” de violencia en Berlín, Bremen y algunas ciudades belgas. “Hay riesgos también en las periferias italianas”, advertía Bruno Ferrante, candidato centroizquierdista a la intendencia de Milán. Poco antes, Romano Prodi –ex presidente de la Unión Europea y jefe de esa coalición- había dicho casi lo mismo.

Pero el presidente Jacques Chirac y sus aliados conservadores –una burguesía que, en el fondo, añora el II imperio- no creen que el mito histórico galo se haya agotado. En parte, porque admitirlo equivaldría a reconocer que la integración social francesa no es en absoluto superior a la de sus vecinos, si no resulta ser peor. Pero, en este momento, lo único que tiene a mano el gobierno es represión sin opciones; al menos, mientras dure el paroxismo.

Nicolas Sarkozy, ministro de Interior y húngaro étnico, es el único que lo dice sin ambages: “el modelo republicano francés no es suficiente. Sólo concepciones afines a la norteamericana o al equilibrio transaccional británico podrían quebrar un círculo vicioso basado en la exclusión de las minorías no blancas, el desempleo estructural, la intolerancia mutua y el clima de revuelta. Louis Napoléon pudo apelar al populismo de derechas. Nosotros, no”.

Esta postura, favorable a un drástico cambio del sistema social, explica su rivalidad con el primer ministro, Dominique de Villepin.Virtual reemplazante de Chirac, que todavía no supera su episodio cardiovascular, el aristócrata reivindica una imaginaria “ceguera ante los colores”. Mucho menos lírico, quizá porque su familia proviene de la “otra” Europa, Sarkozy propugna cuotas de inmigración, radicación urbana selectiva y asistencia especial a los musulmanes.

Sean cuales fueren las posiciones en la pugna interna de un gobierno que tambalea, un conocido sociólogo –Michel Wiewiorka, de apellido polaco- coincide con Sarkozy. A su criterio, “vivimos la decadencia, tal vez terminal, del modelo integrador que caracterizó a las sucesivas repúblicas después de la tercera, 1871. Esta catástrofe es total y sus consecuencias pueden afectar al ala antigua de la UE, o sea los quince”.

Jean-Louis Borloo (siguen los apellidos no galos, todo un símbolo), ministro de Trabajo, está entre Sarkozy y Wiewiorka. “Esto ni siquiera tiene el tono político ni las consignas del 68. Francia afronta ahora las consecuencias negativas de un modelo que impone la misma cantidad de docentes por escuela, sin fijarse en la de alumnos, o una absoluta igualdad, sin obligaciones consiguientes. Nuestro planeamiento urbano, social, educativo y de salud ha hacinado determinados grupos en los mismos lugares”.

Hora a hora, la posición de Chirac y su gabinete es más endeble. Estos días, se suceden reuniones en el seno de la CE. Pero aún no aparecían salidas siquiera provisorias, salvo la represión o, quizá, la movilización militar. Ahí sí que caben similitudes con la comuna de París.

Fuera de eso, Francia nunca conoció este tipo de violencia urbana espontánea, protagonizada por hijos de inmigrantes, nacidos en el país pero “extranjeros indeseables” para los franceses. Por ahora, estas bandas de jóvenes y adolescentes no tienen referentes ni planteos sociopolíticos, quizá porque su futuro es tan endeble como el de la propia sociedad que los rechaza. Así como rechazó la propuesta constitucional europea.

En cuanto a lo de 1968, no fue obra de adolescentes africanos o moros, sino de estudiantes de clase media próspera. Ese estallido, el de la comuna en 1873/4 y los disturbios organizados por el futuro Napoléon III, para ganar elecciones, eran hechos políticos y afectaban el centro de París (hasta el momento cas indemne). En ese último caso, era una recidiva de la ola revolucionaria europea de 1848.

Tampoco parece sensato equiparar las manifestaciones callejeras contra la globalización (Seattle 1999, Cancún 2003) o los módicos disturbios argentinos contra George W.Bush. Quizá, sí, los desmanes de Berlín y Bruselas sean productos de agentes provocadores estilo Quebracho, pero no la violencia suburbana francesa. Mientras el trotskismo local cuenta con obvios medios financieros, los jóvenes negros o musulmanes en Évreux, Lila, etc., sobreviven con menos de dos dólares diarios.

Tras el primer muerto en las refriegas francesas, algunos siguen comparando –erróneamente- esta explosión con la de 1968 o la comuna de París, 1874. Varios sociólogos temen que se haya acabado la Francia de “liberté, égalité, fraternité”. Entretanto, las Naciones Unidas y la Comisión Europea vislumbran riesgos de contagio en Alemania, Holanda e Italia. En los primeros casos, preocupan las colectividades turca e indonesia (ambas musulmanas, aunque laicas y mejor integradas).

Pese a las nuevas medidas en Francia, noche a noche se agravan los disturbios en las periferias empobrecidas. Más y más franceses de clase media urbana -de suyo chauvinistas y etnocéntricos- sostienen que naufraga la sociedad basada en los viejos ideales de 1789. Como algunos miembros del gabinete, piden mano muy dura con negros y musulmanes, especialmente jóvenes.

En buena medida, esta crisis es fruto de una dirigencia política y sindical mediocre, pequeña y egoísta. Como las de Estados Unidos y muchos países europeos. No sorprenden, pues, los conatos “oportunistas” de violencia en Berlín, Bremen y algunas ciudades belgas. “Hay riesgos también en las periferias italianas”, advertía Bruno Ferrante, candidato centroizquierdista a la intendencia de Milán. Poco antes, Romano Prodi –ex presidente de la Unión Europea y jefe de esa coalición- había dicho casi lo mismo.

Pero el presidente Jacques Chirac y sus aliados conservadores –una burguesía que, en el fondo, añora el II imperio- no creen que el mito histórico galo se haya agotado. En parte, porque admitirlo equivaldría a reconocer que la integración social francesa no es en absoluto superior a la de sus vecinos, si no resulta ser peor. Pero, en este momento, lo único que tiene a mano el gobierno es represión sin opciones; al menos, mientras dure el paroxismo.

Nicolas Sarkozy, ministro de Interior y húngaro étnico, es el único que lo dice sin ambages: “el modelo republicano francés no es suficiente. Sólo concepciones afines a la norteamericana o al equilibrio transaccional británico podrían quebrar un círculo vicioso basado en la exclusión de las minorías no blancas, el desempleo estructural, la intolerancia mutua y el clima de revuelta. Louis Napoléon pudo apelar al populismo de derechas. Nosotros, no”.

Esta postura, favorable a un drástico cambio del sistema social, explica su rivalidad con el primer ministro, Dominique de Villepin.Virtual reemplazante de Chirac, que todavía no supera su episodio cardiovascular, el aristócrata reivindica una imaginaria “ceguera ante los colores”. Mucho menos lírico, quizá porque su familia proviene de la “otra” Europa, Sarkozy propugna cuotas de inmigración, radicación urbana selectiva y asistencia especial a los musulmanes.

Sean cuales fueren las posiciones en la pugna interna de un gobierno que tambalea, un conocido sociólogo –Michel Wiewiorka, de apellido polaco- coincide con Sarkozy. A su criterio, “vivimos la decadencia, tal vez terminal, del modelo integrador que caracterizó a las sucesivas repúblicas después de la tercera, 1871. Esta catástrofe es total y sus consecuencias pueden afectar al ala antigua de la UE, o sea los quince”.

Jean-Louis Borloo (siguen los apellidos no galos, todo un símbolo), ministro de Trabajo, está entre Sarkozy y Wiewiorka. “Esto ni siquiera tiene el tono político ni las consignas del 68. Francia afronta ahora las consecuencias negativas de un modelo que impone la misma cantidad de docentes por escuela, sin fijarse en la de alumnos, o una absoluta igualdad, sin obligaciones consiguientes. Nuestro planeamiento urbano, social, educativo y de salud ha hacinado determinados grupos en los mismos lugares”.

Hora a hora, la posición de Chirac y su gabinete es más endeble. Estos días, se suceden reuniones en el seno de la CE. Pero aún no aparecían salidas siquiera provisorias, salvo la represión o, quizá, la movilización militar. Ahí sí que caben similitudes con la comuna de París.

Fuera de eso, Francia nunca conoció este tipo de violencia urbana espontánea, protagonizada por hijos de inmigrantes, nacidos en el país pero “extranjeros indeseables” para los franceses. Por ahora, estas bandas de jóvenes y adolescentes no tienen referentes ni planteos sociopolíticos, quizá porque su futuro es tan endeble como el de la propia sociedad que los rechaza. Así como rechazó la propuesta constitucional europea.

En cuanto a lo de 1968, no fue obra de adolescentes africanos o moros, sino de estudiantes de clase media próspera. Ese estallido, el de la comuna en 1873/4 y los disturbios organizados por el futuro Napoléon III, para ganar elecciones, eran hechos políticos y afectaban el centro de París (hasta el momento cas indemne). En ese último caso, era una recidiva de la ola revolucionaria europea de 1848.

Tampoco parece sensato equiparar las manifestaciones callejeras contra la globalización (Seattle 1999, Cancún 2003) o los módicos disturbios argentinos contra George W.Bush. Quizá, sí, los desmanes de Berlín y Bruselas sean productos de agentes provocadores estilo Quebracho, pero no la violencia suburbana francesa. Mientras el trotskismo local cuenta con obvios medios financieros, los jóvenes negros o musulmanes en Évreux, Lila, etc., sobreviven con menos de dos dólares diarios.

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