¿El gobierno duerme con el enemigo?

El primer capítulo en torno a la reforma laboral, antes de su tratamiento en el Senado, dejó algunas secuelas negativas en la percepción pública con respecto al proceso de acuerdo con la hasta no hace mucho vituperada CGT. Por N.E.B.

29 febrero, 2000

Durante la última semana, el escenario local estuvo dominado por las negociaciones vinculadas con la aprobación en la Cámara de Diputados del proyecto de reforma laboral y, luego, por las derivaciones políticas y el impacto económico de la iniciativa.

En esta materia, el gobierno recibió la bendición del sector de la dirigencia gremial más desprestigiado ante la opinión pública y menos considerado por la mayoría de los dirigentes de la Alianza. Las otras dos centrales sindicales que, desde la constitución de la coalición UCR-Frepaso, habían estado trabajando en la búsqueda de posiciones políticas afines con ella, se convirtieron (aunque por razones diferentes) en los más firmes y activos opositores al proyecto de reforma laboral.

El gobierno obtuvo, en cambio, el apoyo implícito de los organismos financieros internacionales y de los dirigentes empresarios locales que representan a los sectores más poderosos y concentrados de la producción (que, paradójicamente, son los que generan el menor número de puestos laborales).

El frente gremial de las Pymes, en cuyos establecimientos se genera la mayor parte del empleo, no presentó una posición homogénea de franco apoyo a la propuesta oficial. La mayoría terminó, en rigor, alineada en posiciones cercanas a las de los dirigentes sindicales más contestatarios.

¿Final feliz?

La forma en que se resolvió este primer capítulo de la negociación en torno a la reforma laboral (falta todavía un laborioso trámite en el Senado) dejó, sin duda, algunas secuelas negativas en la percepción pública con respecto al proceso que llevó al acuerdo con la hasta no hace mucho vituperada CGT.

El interrogante que se plantea es si ello no acarreará altos costos políticos en lo inmediato, y si no puede dañar la imagen de transparencia, austeridad y honestidad que venía cultivando el gobierno; atributos que, por cierto, la opinión pública no suele asignar a los dirigentes con los cuales se cerró el pacto.

El ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, insiste en que el gobierno no cedió en nada con respecto a sus pretensiones iniciales. Según él, la idea fundamental era que hubiera un período de prueba de seis meses (extendido a doce meses para las Pymes); que se aprobara la descentralización de las relaciones laborales y también de las negociaciones colectivas; que prevaleciera el contrato menor sobre el mayor; y que se avanzara en el proceso de modernización de las relaciones laborales. Todo eso, asegura el ministro, quedó garantizado en el acuerdo.

La caja en las mismas manos

Sin embargo, resulta evidente que, para llegar a ese punto, el gobierno debió hacer algunas concesiones.

Dos de ellas son particularmente relevantes: la prórroga de la fecha a partir de la cual los convenios firmados después de 1988 dejarán de estar alcanzados por las cláusulas de ultraactividad; y la aceptación de que las contribuciones obligatorias de trabajadores y empresarios a los sindicatos nacionales permanecerán en esa órbita para los convenios colectivos alcanzados por esas cláusulas de ultraactividad.

Ambas concesiones tienen un significado bastante claro. Por una parte, el fin de la ultraactividad podría llegar a concretarse recién dentro de cuatro años (un momento coincidente con el término del actual período de gobierno). Por otro lado, la famosa cajasindical seguirá bajo el control de los dirigentes que en los últimos años han sido más cuestionados por los trabajadores y la sociedad en su conjunto. ¿Qué precio deberá pagar la coalición gobernante con respecto a los resultados obtenidos por el tan cuestionado sindicalismo? Sólo el desarrollo de los acontecimientos dará la respuesta.

Durante la última semana, el escenario local estuvo dominado por las negociaciones vinculadas con la aprobación en la Cámara de Diputados del proyecto de reforma laboral y, luego, por las derivaciones políticas y el impacto económico de la iniciativa.

En esta materia, el gobierno recibió la bendición del sector de la dirigencia gremial más desprestigiado ante la opinión pública y menos considerado por la mayoría de los dirigentes de la Alianza. Las otras dos centrales sindicales que, desde la constitución de la coalición UCR-Frepaso, habían estado trabajando en la búsqueda de posiciones políticas afines con ella, se convirtieron (aunque por razones diferentes) en los más firmes y activos opositores al proyecto de reforma laboral.

El gobierno obtuvo, en cambio, el apoyo implícito de los organismos financieros internacionales y de los dirigentes empresarios locales que representan a los sectores más poderosos y concentrados de la producción (que, paradójicamente, son los que generan el menor número de puestos laborales).

El frente gremial de las Pymes, en cuyos establecimientos se genera la mayor parte del empleo, no presentó una posición homogénea de franco apoyo a la propuesta oficial. La mayoría terminó, en rigor, alineada en posiciones cercanas a las de los dirigentes sindicales más contestatarios.

¿Final feliz?

La forma en que se resolvió este primer capítulo de la negociación en torno a la reforma laboral (falta todavía un laborioso trámite en el Senado) dejó, sin duda, algunas secuelas negativas en la percepción pública con respecto al proceso que llevó al acuerdo con la hasta no hace mucho vituperada CGT.

El interrogante que se plantea es si ello no acarreará altos costos políticos en lo inmediato, y si no puede dañar la imagen de transparencia, austeridad y honestidad que venía cultivando el gobierno; atributos que, por cierto, la opinión pública no suele asignar a los dirigentes con los cuales se cerró el pacto.

El ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, insiste en que el gobierno no cedió en nada con respecto a sus pretensiones iniciales. Según él, la idea fundamental era que hubiera un período de prueba de seis meses (extendido a doce meses para las Pymes); que se aprobara la descentralización de las relaciones laborales y también de las negociaciones colectivas; que prevaleciera el contrato menor sobre el mayor; y que se avanzara en el proceso de modernización de las relaciones laborales. Todo eso, asegura el ministro, quedó garantizado en el acuerdo.

La caja en las mismas manos

Sin embargo, resulta evidente que, para llegar a ese punto, el gobierno debió hacer algunas concesiones.

Dos de ellas son particularmente relevantes: la prórroga de la fecha a partir de la cual los convenios firmados después de 1988 dejarán de estar alcanzados por las cláusulas de ultraactividad; y la aceptación de que las contribuciones obligatorias de trabajadores y empresarios a los sindicatos nacionales permanecerán en esa órbita para los convenios colectivos alcanzados por esas cláusulas de ultraactividad.

Ambas concesiones tienen un significado bastante claro. Por una parte, el fin de la ultraactividad podría llegar a concretarse recién dentro de cuatro años (un momento coincidente con el término del actual período de gobierno). Por otro lado, la famosa cajasindical seguirá bajo el control de los dirigentes que en los últimos años han sido más cuestionados por los trabajadores y la sociedad en su conjunto. ¿Qué precio deberá pagar la coalición gobernante con respecto a los resultados obtenidos por el tan cuestionado sindicalismo? Sólo el desarrollo de los acontecimientos dará la respuesta.

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