El conurbano es el gran desafío político del país

La realidad del Gran Buenos Aires es una bomba social que necesita ser desactivada porque no es un problema exclusivamente bonaerense sino nacional.

7 julio, 2021

Por: Pascual Albanese (*)

Cuando se reitera el lugar común del carácter electoralmente decisivo de la provincia de Buenos Aires como la “madre de todas las batallas”, suele subestimarse un factor cualitativo: el Gran Buenos Aires es el mayor desafío social que afronta hoy la Argentina y su resolución efectiva no tiene un carácter provincial sino una dimensión eminentemente nacional.

En particular se suele destacar el rol decisivo que asume el conurbano bonaerense, que es la principal base de sustentación de Cristina Kirchner y ha quedado convertido en el foco casi excluyente de la preocupación gubernamental.

Las dos grandes crisis de gobernabilidad registradas desde la restauración de la democracia, derivadas de la escalada hiperinflacionaria en junio de 1989 y del colapso económico de diciembre de 2001, tuvieron como detonantes los saqueos a los supermercados en el conurbano. Desde entonces hasta hoy, la amenaza de los saqueos en ese cinturón geográfico es un fantasma que periódicamente alarma a los gobiernos en las proximidades de las fiestas navideñas.

Esta realidad está asociada hoy a un punto de consenso entre los distintos sectores políticos y sociales: el asistencialismo, surgido como una respuesta coyuntural impulsada por Eduardo Duhalde frente a la emergencia derivada de la crisis de diciembre de 2001 y transformada luego por Néstor Kirchner en una política de Estado profundizada por Cristina Kirchner y continuada por Mauricio Macri, es un modelo agotado.

Los propios dirigentes de los movimientos sociales, que pretenden expresar a los sectores excluidos, sostienen que los actuales programas de asistencia ya no alcanzan para satisfacer las crecientes demandas de sus representados y promueven su reconversión integral en programas de empleo y capacitación profesional.

La particularidad del Gran Buenos Aires reconoce profundas raíces históricas. El 17 de octubre de 1945, que constituyó el acontecimiento político más importante de la historia argentina del siglo XX, marcó también la aparición del conurbano bonaerense en la vida nacional.

La Argentina fue una antes y otra después de aquel día. Félix Luna, en las últimas páginas de su clásico libro “El 45”, relata su sorpresa y la de muchos de sus compañeros del activismo universitario de la época ante la sorpresiva irrupción en las calles de Buenos Aires de decenas de miles personas cuyos rostros resultaban para ellos casi irreconocibles. Lo mismo parece ocurrir hoy con algunos analistas políticos que, gracias a una mención de Cristina Kirchner, descubren la trascendencia social del fenómeno de L-Gante.

Setenta y seis años de después de aquel 17 de octubre resulta imposible entender la realidad argentina sin comprender lo que significa el Gran Buenos Aires, que en menos del 1% del territorio nacional alberga al 25 % de la población y concentra el “núcleo duro” de una pobreza estructural en constante ascenso.

Según el Observatorio Social de la UCA, la cantidad de personas por debajo de la línea de pobreza aumentó sostenidamente en la última década, etapa que comprende tanto al segundo mandato de Cristina Kirchner como al gobierno de Mauricio Macri. En 2011, el porcentaje era del 25,9% (levemente inferior al de diciembre de 2001) y en 2020 del 44,7%. Durante los primeros dieciocho meses del gobierno de Alberto Fernández, los efectos de la pandemia profundizaron esa tendencia. Agustín Salvia habla de una “segunda oleada” de pobreza que involucra a una franja de la clase media baja que se ve empujada hacia abajo en un trágico espiral de movilidad social descendente.

Una radiografía estructural elocuente de este panorama es el “Relevamiento Nacional de Barrios Populares” realizado en 2017 y coordinado por el Ministerio de Desarrollo Social, cuyo titular era Carolina Staley. Su resultado contabilizó a nivel nacional 4.100 asentamientos y villas de emergencia, que en su conjunto ocupan 330 kilómetros cuadrados de superficie (casi una vez y media la superficie de CABA), habitados por más de tres millones de personas, un número equivalente a la población de Córdoba o Santa Fe.

1.612 de esas villas y asentamientos están situadas en la provincia de Buenos Aires y la inmensa mayoría en el conurbano. En ese inédito censo, participaron los movimientos sociales como la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), Caritas, los sacerdotes villeros y organizaciones no gubernamentales como Un Techo para Mi País. Fue un trabajo casa por casa, donde el rol del INDEC fue sustituido por las organizaciones sociales.

Este relevamiento, unido a la sanción de la ley que habilitó la expropiación de los terrenos ocupados por esos asentamientos y villas de emergencia, aprobada casi por unanimidad de ambas cámaras del Congreso en diciembre de 2018, o sea también durante el gobierno de Macri, abrió la posibilidad del otorgar certificados de domicilio a los ocupantes de esas viviendas para facilitar sus trámites personales, la obtención de documentación y hasta la solicitud de servicios públicos. Es imposible exagerar la proyección de estos avances, no tanto por su contenido específico, sino por sus implicancias de largo plazo.

En la base de cualquier sistema de instituciones está el tema de la propiedad, más específicamente el derecho de propiedad. La ocupación ilegal de tierras en las periferias de los grandes centros urbanos es una constante de la historia argentina desde mediados de la década del 80.

Luis D’ Elía alcanzó notoriedad como líder de la Federación de Tierra y Vivienda (FTV). Desde entonces ese proceso creció exponencialmente y ha creado una “legalidad paralela”. En la década del 90 hubo dos iniciativas orientadas a encauzarlo: la llamada “Ley Pierri”, de 1992, denominada Ley de Regularización Dominial, y el “Plan Arraigo”, de entrega de tierras fiscales. Ambas experiencias, aunque parciales y acotadas, fueron sendos progresos en materia de legalización de títulos de propiedad.

Para el estudio de esta cuestión crucial, es inevitable remitirse a los trabajos de Hernando de Soto, un economista peruano de formación liberal, autor de “El otro sendero” y “El misterio del capital”, dos libros imprescindibles para indagar las características de la informalidad económica y su relación con la marginalidad social. En la década del 90, De Soto coordinó un singular trabajo de investigación sobre ciertos rasgos de la pobreza en distintos países de América latina, Asia y África, cuyos resultados ayudaron a iluminar la comprensión del fenómeno.

Entre otros ejemplos, el trabajo reveló que en Perú el valor de las propiedades inmuebles extralegalmente poseídas por los pobres sumaba unos 74.000 millones de dólares, cifra cinco veces mayor a la valorización total de la Bolsa de Valores de Lima y catorce veces mayor que toda la inversión extranjera directa radicada en el país a lo largo de toda su historia independiente.

En la misma época, en Filipinas, el valor de la propiedad inmueble sin título era de 133.000 millones de dólares, que era cuatro veces la capitalización de las 216 compañías registradas en la Bolsa de Valores de Manila, siete veces el total de los depósitos en los bancos comerciales, nueve veces el valor del conjunto de las empresas estatales y catorce veces el valor de toda la inversión extranjera directa instalada en el país.

En Egipto, el capital en propiedad inmueble carente de títulos legales suficientes sumaba entonces unos 240.000 millones de dólares, que era treinta veces el valor de todas las acciones en la Bolsa de Valores de El Cairo y 55 veces el monto de toda la inversión extranjera directa. Lo mismo ocurría en Haití y en los demás países investigados.

La conclusión de esa investigación de De Soto, realizada hace más de veinticinco años, fue que solamente el valor de los inmuebles en posesión, pero no en propiedad legal, de los pobres en los países emergentes en el antiguo Tercer Mundo y los países que salían del comunismo duplicaba el valor total del circulante monetario de Estados Unidos y era casi equivalente al valor total de las acciones de las empresas que cotizaban en las veinte principales bolsas de valores del mundo.

Este cálculo no estaba circunscripto a los bienes inmuebles. Computaban también los demás activos en poder de los pobres de los países emergentes, que se manejan en informalidad, como sucede en la Argentina en el emporio de La Salada. Es más que obvio que una actualización de esas cifras arrojaría hoy un resultado aún mucho más sorprendente.

La contrapartida es que estos recursos, realmente formidables, constituyen, tal cual describe De Soto, un gigantesco “capital muerto”. Sus propietarios están imposibilitados de transferirlos legalmente y no son sujetos en el sistema financiero, por ausencia o insuficiencia de los títulos correspondientes. El producto del trabajo incesante de toda la vida de centenares de millones de personas puede ayudar a solventar, mejor o peor, su subsistencia cotidiana, pero no les sirve para movilizar económicamente esa riqueza ni para integrarse plenamente en el sistema productivo y salir de la marginalidad social.

Si bien en la Argentina no existe un estudio semejante, un simple cálculo aritmético surgido de ese relevamiento de 2017 y de los activos de la economía informal exhibidos en las ferias de La Salada y en otros emprendimientos semejantes, permite inferir la existencia de activos por valor de varios miles de millones de dólares, cuya libre utilización podría redundar en un formidable ascenso del nivel de vida de sus propietarios.

De Soto sostiene que no se trata de teorizar sobre nuevas reglas sino de descubrirlas en la realidad. Relata su experiencia en Indonesia: “paseaba por los campos de arroz, sin preocuparme por dónde estaban los linderos de las propiedades. Pero los perros lo sabían. Cada vez que cruzaba de una finca a la otra, ladraba un perro distinto. Aquellos perros ignoraban el derecho formal pero tenían claro cuales activos controlaban sus amos.

Les dije a los ministros que los perros de Indonesia contaban con la información básica que ellos necesitaban para establecer un sistema de propiedad formal. Escuchar los ladridos en un recorrido por las calles de la ciudad y sus caminos del campo podían permitirles ir escalando la enredadera de las representaciones extralegales regadas por el país, hasta hacer contacto con el contrato social vigente. “Ah”, exclamó uno de los ministros, “¡Jukum Adat!” (la ley del pueblo”).

Concluye De Soto: “descubrir la ley del pueblo fue la forma como los países occidentales construyeron sus sistemas de propiedad formal”. Porque “la ley que prevalece hoy en Occidente no surgió de polvorientos tomos o compendios legales del gobierno. Es una cosa viva, surgida del mundo real y creada por personas comunes y corrientes antes de que llegaran a manos de los abogados profesionales. La ley del pueblo tuvo que ser descubierta antes de ser sistematizada”. En ese sentido, vale examinar la evolución de la legislación de tierras en Estados Unidos, que en muchos casos tendió a la legalización de la propiedad extralegal.

Para De Soto, “no tiene sentido continuar pidiendo economías abiertas sin encarar el hecho de que las reformas económicas en curso sólo les abren a las puertas a las elites pequeñas y globalizadas y excluyen a la mayoría de la humanidad. Hoy la globalización capitalista está preocupada por interconectar solo a las elites que viven dentro de la campana de vidrio. Retirar la campana de vidrio y acabar con el apartheid en la propiedad requerirá ir más allá de las fronteras actuales, tanto las económicas como las de la ley”.

La necesidad de apertura económica no es solamente una apertura internacional, una apertura hacia afuera. Requiere una apertura hacia adentro y hacia abajo, para integrar plenamente esas modalidades de la economía popular. Eva Perón decía: “queremos una sociedad de propietarios, no de proletarios”.

Los centenares de miles de compatriotas que habitan en asentamientos y las villas de emergencia del conurbano bonaerense, del Gran Córdoba, el Gran Rosario y los cordones periféricos de la mayoría de las ciudades grandes y medianas constituyen un testimonio de esa realidad, que el Papa Francisco sintetiza con el término de “descartables”.

Es imprescindible una profunda reforma estructural, destinada a volcar hacia la actividad formal a millones de argentinos condenados a la marginalidad, para que puedan gozar de la seguridad jurídica que otorga el reconocimiento del derecho de propiedad de sus bienes inmuebles y de sus pequeños micro-emprendimientos empresarios, recurrir al crédito para financiar sus actividades económicas y comprar y vender libremente en una economía de mercado sin restricciones ni discriminaciones injustas.

Para ello, en palabras de De Soto, es necesario descubrir y aplicar “la ley del pueblo”. En la Argentina no hace falta escuchar el ladrido de los perros. La militancia de los movimientos sociales, con el auxilio de la Iglesia Católica y la participación de los vecinos, han cumplido la tarea de identificación de la propiedad informal en las villas de emergencia y los asentamientos. De esa manera, se abre un camino posible para avanzar hacia una plena integración social, recreando una nueva oleada de movilidad social ascendente, como la impulsada por el primer peronismo a partir de 1945. Es impensable recorrer este camino sin el activo protagonismo de los sectores sociales involucrados.

Pero esta acción de legalización de los derechos de propiedad exige complementarse, en una perspectiva más general, con la búsqueda de caminos idóneos para la legalización de las empresas informales y la regularización del trabajo no registrado, lo que implica una rápida actualización del régimen laboral para promover la contratación de nuevo personal y un blanqueo laboral masivo, sin afectar los derechos adquiridos de los trabajadores.

En términos estructurales, la pobreza está indisolublemente ligada a la informalidad laboral y esta última, a su vez, con la ilegalidad. Según las estimaciones más confiables, un trabajador informal gana en promedio un 40 % menos que uno “en blanco”. Esa situación afecta a un tercio de la fuerza de trabajo del país. En un escenario en que la ilegalidad es el medio de vida natural para millones de personas es ingenuo, y hasta hipócrita, rasgarse las vestiduras ante el crecimiento de la inseguridad ciudadana o el avance del narcotráfico en el Gran Buenos Aires. También es peligrosa la simplificación de calificar de “mafia” a todo lo que se tiene enfrente. En lugar de estigmatizar, es más aconsejable analizar para entender. Como decía el filósofo judío Baruch Spinoza, “ni reír, no llorar, comprender”.

Mientras la problemática de la pobreza tiene su máxima expresión en el conurbano bonaerense, la provincia de Buenos Aires, que alberga al 38% % de la población y aporta un porcentaje semejante del producto bruto interno, recibe apenas el 18,8% de los fondos de la coparticipación federal. Los municipios del conurbano reciben el 55% del total que coparticipa la provincia, pero concentran el 65% de su población y el 74% de la pobreza bonaerense. Es una bomba social que exige ser desactivada. En 1991 Carlos Menem y Eduardo Duhalde crearon el Fondo del Conurbano Bonaerense, que desapareció de hecho tras la crisis de diciembre de 2001.

Esta situación patentiza también un déficit del sistema institucional. Cuando en 1853 fue sancionada la Constitución Nacional no existía ni era imaginable nada parecido a lo que hoy es el conurbano bonaerense. En los registros del INDEC, el Gran Buenos Aires recién aparece por primera vez en el Censo Nacional de 1947. Ese vacío normativo tiene consecuencias prácticas. Las localidades de González Catán y Gregorio de Laferrere, que pertenecen al partido de La Matanza, tienen cada una más población que la suma de las provincias de Santa Cruz y Tierra del Fuego, que cuentan en el Congreso Nacional con tres senadores y cinco diputados, mientras las dos primeras ni siquiera son cabeceras de un municipio. Esto hace que distritos como La Matanza sean ingobernables. En ellos, además, abunda la ilegalidad porque es una forma de supervivencia.

El principal desafío para la gobernabilidad de la Argentina es brindar una respuesta a esa realidad del Gran Buenos Aires. Porque el conurbano bonaerense no es un problema exclusivamente bonaerense. Es un problema nacional. Su solución requiere el equivalente de un ”Plan Marshall”. Pero la sustentabilidad económica de un proyecto de semejante envergadura, que supone impulsar un proceso de reindustrialización internacionalmente competitiva de la economía, exige la formulación de una estrategia nacional, surgida de un amplio consenso político y social, con la participación del conjunto de las regiones del país, que permita transformarla en una “política de Estado” para la Argentina.

(*) De la Fundación Segundo Centenario.

 

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