EE.UU.: nadie se ocupó de los déficit durante esta campaña electoral

Dos influyentes analistas económicos, uno de ellos ex FMI, plantean los problemas que afronta la próxima administración federal estadounidense. Pese a algunos ilusos, los cuatro años venideros serán difíciles.

3 noviembre, 2004

“¿Debiera el nuevo gobierno preocuparse porque el petróleo caro empuja el déficit de pagos externos corrientes hacia 6% del producto bruto interno, un récord sin precedentes? ¿debiera hacerlo porque, solo, Estados Unidos absorbe 70% del superávit conjunto que generan Japón, Alemania, China y resto de las economías excedentarias? ¿debiera prever que los inversores externos, disconformes con los rindes de activos norteamericanos –los peores en diez años-, abandonen ese mercado?”.

Así empieza un breve trabajo de Kenneth Rogoff, ex analista principal del Fondo Monetario, y Maurice Obstfeld, docente en la universidad de California (Berkeley). Ambos responden “sí” a las tres preguntas, como vienen haciéndolo desde que asumiera George W.Bush en 2000, cuando las incertidumbres eran a mediano plazo.

Hoy afirman que el problema es urgente y merece prioridad en la gestión financiera que arranca el 20 de enero. “Lamentablemente, no creemos que el gobierno se la dé. Durante la campaña electoral, ambos candidatos prefirieron ampararse en las nuevas teorías revisionistas que proliferan, según las cuales no hay de qué preocuparse”. Su versión por hoy más irresponsable pertenece a Richard Cooper (Harvard).

Según tan seductora concepción, los inversores del exterior –especialmente gobiernos y bancos centrales empapelados de letras federales- nunca se cansarán de acumular activos en dólares. De hecho, considerarían poco amable que Washington dejase de inyectar casi US$ 600.000 millones anuales de deuda en el mercado internacional.

Por otra parte, “aun si la cuenta corriente se cerrase y colapsara el dólar (digamos, 20 a 40% de golpe), según los nuevos panglosianos tampoco pasaría nada grave. En su visión, los mercados globales de capital tienen fortaleza de sobra para absorber el impacto y, como en los 80, la licuación del dólar sería suave”. Rogoff y Obstfeld son escépticos al respecto.

Observando de cerca el doble déficit norteamericano (pagos externos, presupuesto), “en un contexto bursátil abierto, tensiones geopolíticas, crecientes prestaciones jubilatorias, aumento de hidrocarburos y extraordinarios estímulos macroeconómicos, se detectan paralelos con los 70”.

Los años que siguieron a la reelección de Richard Nixon (1972) no fueron favorables al dólar ni a la economía mundial. Si, a más de treinta años, “se fuerzan equilibrios en cuenta corriente –en un marco de dificultades macro globales-, se arriesgarán crisis financieras y bursátiles (de ésas que los gurúes nunca saben pronosticar), altísimas tasas reales y caída de producción en escala mundial”.

Sin duda, sostienen los expertos, la casa Blanca “debiera preocuparse, y mucho, por la adicción nacional a la deuda, tanto interna como externa. Pero ¿qué hacer? Dado que la insolvencia federal es parte clave del problema, podría comenzarse aumentado impuestos y eliminando rebajas, como hizo Ronald Reagan en su segunda presidencia”. Claro, estaba Paul Volcker…

A su vez, la Reserva Federal debiera seguir normalizando tasas referenciales de cortísimo plazo, contribuir a amortiguar el deterioro del dólar y estimular el ahorro privado. Países como Alemania o Japón podrían ayudar estimulando aumentos de productividad –que Rogoff asocia, erróneamente, con menor estabilidad laboral y menos prestaciones a pasivos- en rubros no transables que predominan en su producción.

Por supuesto, el alza de productividad también sería bienvenido en transables, pero –si se convierte en clave- puede agravar el rojo en la cuenta corriente norteamericana, antes de mejorar esos mismos números. Obviamente, “se precisará mayor flexibilidad cambiaria en Asia-Pacífico, aunque esa sola condición no sea suficiente ni parezca fácil imponer políticas a esos países”.

Hace cuatro años, el déficit en cuenta corriente representaba 4,4% del PBI, asaz menos que en la actualidad (5,5%). Por entonces, los analistas –y Alan Greenspan- creían que los desequilibrios irían aflojando en el curso de tres a cinco años, debido a una amplia depreciación del dólar.

Pero eso fue antes del 11 de septiembre, los US$ 2,35 billones en rebajas impositivas y la guerra en Irak. Hasta 2001, podría decirse que el déficit de pagos externos financiaba el aumento de inversiones, aunque estuviera licuándose el ahorro interno. Ahora, “ese 6% en rojo deja atrás todas las marcas y financia el endeudamiento federal. Esto comporta una situación mucho más peligrosa que la de 2000-2. Con el déficit fiscal originando casi toda la nueva deuda, la gestión que empieza en enero afronta perspectivas francamente alarmantes”.

Durante la campaña, ningún candidato propuso salidas convincentes y ambos negaban el sobrendeudamiento público como realidad, suponiendo que quizá la mitad del presente déficit fiscal irá evaporándose paulatinamente, sin dolor. Exactamente lo que imaginan exégetas de la “economía de la información” y otros panglosianos, dentro o fuera de EE.UU.

“Las cosas no serán así –predicen Rogoff y Obstfeld- y, en el futuro previsible, los propios mercados financieros se encargarán de enfriar las ilusiones de la dirigencia política”. Al revés de Gran Bretaña, Italia, Francia, Alemania o Brasil, en EE.UU. la oposición no se toma el trabajo de formar equipos ni elaborar planes alternativos. No para la campaña presidencial, sino cuatro años antes. ¿Le tocará hacerlos a la senadora Hilary Clinton?…

“¿Debiera el nuevo gobierno preocuparse porque el petróleo caro empuja el déficit de pagos externos corrientes hacia 6% del producto bruto interno, un récord sin precedentes? ¿debiera hacerlo porque, solo, Estados Unidos absorbe 70% del superávit conjunto que generan Japón, Alemania, China y resto de las economías excedentarias? ¿debiera prever que los inversores externos, disconformes con los rindes de activos norteamericanos –los peores en diez años-, abandonen ese mercado?”.

Así empieza un breve trabajo de Kenneth Rogoff, ex analista principal del Fondo Monetario, y Maurice Obstfeld, docente en la universidad de California (Berkeley). Ambos responden “sí” a las tres preguntas, como vienen haciéndolo desde que asumiera George W.Bush en 2000, cuando las incertidumbres eran a mediano plazo.

Hoy afirman que el problema es urgente y merece prioridad en la gestión financiera que arranca el 20 de enero. “Lamentablemente, no creemos que el gobierno se la dé. Durante la campaña electoral, ambos candidatos prefirieron ampararse en las nuevas teorías revisionistas que proliferan, según las cuales no hay de qué preocuparse”. Su versión por hoy más irresponsable pertenece a Richard Cooper (Harvard).

Según tan seductora concepción, los inversores del exterior –especialmente gobiernos y bancos centrales empapelados de letras federales- nunca se cansarán de acumular activos en dólares. De hecho, considerarían poco amable que Washington dejase de inyectar casi US$ 600.000 millones anuales de deuda en el mercado internacional.

Por otra parte, “aun si la cuenta corriente se cerrase y colapsara el dólar (digamos, 20 a 40% de golpe), según los nuevos panglosianos tampoco pasaría nada grave. En su visión, los mercados globales de capital tienen fortaleza de sobra para absorber el impacto y, como en los 80, la licuación del dólar sería suave”. Rogoff y Obstfeld son escépticos al respecto.

Observando de cerca el doble déficit norteamericano (pagos externos, presupuesto), “en un contexto bursátil abierto, tensiones geopolíticas, crecientes prestaciones jubilatorias, aumento de hidrocarburos y extraordinarios estímulos macroeconómicos, se detectan paralelos con los 70”.

Los años que siguieron a la reelección de Richard Nixon (1972) no fueron favorables al dólar ni a la economía mundial. Si, a más de treinta años, “se fuerzan equilibrios en cuenta corriente –en un marco de dificultades macro globales-, se arriesgarán crisis financieras y bursátiles (de ésas que los gurúes nunca saben pronosticar), altísimas tasas reales y caída de producción en escala mundial”.

Sin duda, sostienen los expertos, la casa Blanca “debiera preocuparse, y mucho, por la adicción nacional a la deuda, tanto interna como externa. Pero ¿qué hacer? Dado que la insolvencia federal es parte clave del problema, podría comenzarse aumentado impuestos y eliminando rebajas, como hizo Ronald Reagan en su segunda presidencia”. Claro, estaba Paul Volcker…

A su vez, la Reserva Federal debiera seguir normalizando tasas referenciales de cortísimo plazo, contribuir a amortiguar el deterioro del dólar y estimular el ahorro privado. Países como Alemania o Japón podrían ayudar estimulando aumentos de productividad –que Rogoff asocia, erróneamente, con menor estabilidad laboral y menos prestaciones a pasivos- en rubros no transables que predominan en su producción.

Por supuesto, el alza de productividad también sería bienvenido en transables, pero –si se convierte en clave- puede agravar el rojo en la cuenta corriente norteamericana, antes de mejorar esos mismos números. Obviamente, “se precisará mayor flexibilidad cambiaria en Asia-Pacífico, aunque esa sola condición no sea suficiente ni parezca fácil imponer políticas a esos países”.

Hace cuatro años, el déficit en cuenta corriente representaba 4,4% del PBI, asaz menos que en la actualidad (5,5%). Por entonces, los analistas –y Alan Greenspan- creían que los desequilibrios irían aflojando en el curso de tres a cinco años, debido a una amplia depreciación del dólar.

Pero eso fue antes del 11 de septiembre, los US$ 2,35 billones en rebajas impositivas y la guerra en Irak. Hasta 2001, podría decirse que el déficit de pagos externos financiaba el aumento de inversiones, aunque estuviera licuándose el ahorro interno. Ahora, “ese 6% en rojo deja atrás todas las marcas y financia el endeudamiento federal. Esto comporta una situación mucho más peligrosa que la de 2000-2. Con el déficit fiscal originando casi toda la nueva deuda, la gestión que empieza en enero afronta perspectivas francamente alarmantes”.

Durante la campaña, ningún candidato propuso salidas convincentes y ambos negaban el sobrendeudamiento público como realidad, suponiendo que quizá la mitad del presente déficit fiscal irá evaporándose paulatinamente, sin dolor. Exactamente lo que imaginan exégetas de la “economía de la información” y otros panglosianos, dentro o fuera de EE.UU.

“Las cosas no serán así –predicen Rogoff y Obstfeld- y, en el futuro previsible, los propios mercados financieros se encargarán de enfriar las ilusiones de la dirigencia política”. Al revés de Gran Bretaña, Italia, Francia, Alemania o Brasil, en EE.UU. la oposición no se toma el trabajo de formar equipos ni elaborar planes alternativos. No para la campaña presidencial, sino cuatro años antes. ¿Le tocará hacerlos a la senadora Hilary Clinton?…

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