EE.UU., entre el sueño de Roma y la realidad de Esparta

Autores neoconservadores, liberales y centroizquierdistas vuelven a preguntarse qué clase de imperio es el norteamericano. Al parecer, su perfil polìtico se halla más cerca de los lacedemonios que de los primeros césares.

12 julio, 2006

Hasta 2004, en las primeras fases de la guerra iraquí o la persistencia de la afgana, los intelectuales debatían en torno de una sola obsesión: Estados Unidos como avatar de la antigua Roma. Para el pintoresco ultraderechista Newt Gingrich –curiosamente, “newt” significa mojarrita-, era una especie de “imperio benigno”. Aún no se conocían los abusos en Abú Ghreib ni Guantánamo, claro.

En la concepción de Michael Lind, un republicano tradicional, su país “sigue siendo una república virgen de ambiciones imperiales, pero responsable del orden mundial, en tanto única superpotencia militar”. En el otro extremo, el historiador liberal Niall Ferguson (“Colossus”, 2005) sostiene que “es un imperio sin mentalidad apropiada, por lo cual niega serlo”.

No obstante, el siglo XXI –proclaman casi todos estos analistas, entre ellos varios demócratas- será tan norteamericano como el segundo tramo del XX. “La comunidad internacional nos verá como guía, faro de libertad y democracia”, se entusiasma Maximilian Boot, un teórico que reivindica “la necesidad del imperialismo”. Pero, desde hace año y medio, el debate viene mutando. Hoy, muchos intelectuales estadounidenses, especialmente de centroizquierda (la izquierda propiamente dicha casi no existe), no niegan que EE.UU. sea un imperio. Pero se preguntan de qué clase.

Hasta el momento, cunde una conclusión inquietante: no es la nueva Roma, sino una nueva Esparta. Su poder no es económico, político ni moral, sino puramente militar. Por ende, la “pax americana” es fruto no de consenso, sino de imposición, y su impronta ultraconservadora impide un sereno debate de ideas. Aunque todavía no manifieste rasgos dictatoriales, exporta un modelo de “democracia” cada día más resistido y encarna una “globalización del resentimiento” (Ferguson) que amenaza convertir este siglo en antiamericano,

No hace muchos años, como reacción a los ataques del 11 de septiembre de 2001, una marea de libros hablaba del destino manifiesto. Más tarde, cuando el terrorismo mayorista alcanza Madrid, Londres y, ahora, India, se esfuma buena parte de la singularidad norteamericana como objeto de esa violencia. Aun quienes no niegan el imperio, lo ven de otra manera.

En “The good fight” (2006), Peter Beinart sostiene que la diplomacia dura y la guerra “deben fundarse en una actitud tolerante, progresista”. Ex director de “The new republic”, apoyó a George W.Bush al iniciarse la aventura iraquí, se arrepintió y aboga hoy por “un imperio blando, pues sólo las prácticas democráticas en serio pueden derrotar el terrorismo internacional y restituirnos estatura ética. De lo contrario, ese terrorismo habrá triunfado y será imposible de eliminar”.

De una forma u otra, el esquema imperial suele explicarse o justificarse desde perspectivas históricas. En “House of war: the Pentagon and its disastrous growth”, James Carroll –un católico liberal- denuncia que “EE.UU. es rehén del negocio bélico y ve la política exterior desde la misma óptica que los prusianos Karl von Clausewitz y Otto Bismarck, aunque con componentes empresarios”. Como Esparta, el país “se ha convertido en un estado fortaleza, condicionado por los servicios de inteligencia, que gasta cada vez más. Por lo menos hasta los tiempos de Diocleciano, Roma no era deudora neta”.

El historiador Stephen Kinzer (ex “The New York times”) comparte esa visión en “Overthrow”, donde reseña un siglo de cambios involutivos, entre la ocupación de Hawái (1893) y la de Irak. Desde el golpe contra la reina Liliuokalani, Washington ha tirado abajo o contribuido a deponer quince gobiernos. Algunos, como los de Mohammed Mossadegh en Irán (1953), Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) o Salvador Allende en Chile (1973), eran legítimos pero molestaban a grandes empresas norteamericanas (United Fruit, Anglo-American Petroleum) o a la CIA.

Este autor admite que que EE.UU. también se ha movilizado contra tiranos, pero “empujado por un DNA imperial, matriz del intervencionismo y heredero de la diplomacia con cañones aplicada por el extinto imperio Británico”. El mero hecho que, desde hace 200 años, los estadounidenses le llamen “America” a su parte del continente revela notable soberbia. En esa tónica, la onda revisionista parte de “America, right or wrong”, trabajo de Anatol Lieven, experto en historia castrense,

“El patrioterismo desborda su origen, como fe en las leyes y libertades individuales amparadas por el constitución, y arriesga transforma el país en un monstruo militarista, mesiánico, que se cree investido de una misión casi bíblica: acabar con el mal”. Julia Swieg (consejo de relaciones exteriores) retoma el tema en “Friendly fire: how to lose friends and gain enemies”. El texto demuele “el mito de la “excepcionalidad norteamericana”, La autora señala que “la superpotencia reivindica desde siempre una nobleza de propósitos y una adhesión a valores universales. Si siente, pues, por encima del derecho internacional y la soberanía de los otros estados”

George W.Bush, un hombre simple pero fanático, “ha llevado eso al extremo en desmedro del multilatelismo. Resulta inexplicable que alguien como Tony Blair se haya dejado llevar por ese camino de intolerancia”. Otro crítico liberal, Andrew Kohut (Instituto Pew), comparte esa postura en “America against the world”. Tras el colapso soviético, en efecto, EE.UU. ha afrontado conflictos en Irak (dos veces), la ex Yugoslavia, Somalía, Afganistán y por poco no crea un en Irán. Esto fue agravando el antinorteamericanismo, especialmente en Europa occidental, donde pocos comparten ya la imagen del paladín, tício en los años 40 y 50.

Resulta irónico que la checa Madeline Albright –casi la única que defiende a su país de adopción desde la izquierda- niegue en “The mighty and the Almighty” el cargo de militarismo rampante. Pero sólo para subtituirlo por “la sordidez cultural, que nace en una sentido equivocado de superioridad nacional”.

Ahora bien ¿por qué Esparta, no ya Roma? Cabe acotar que se trata de una Esparta a medio camino entre el mito y la historia. En la Grecia que sufría la ruinosa guerra del Peloponeso –siglos V y IV antes de la era común-, Lacedemonia era un anacrónica monarquía bicéfala donde la minoría aristocrática vivía para la guerra y explotaba a la mayoría mesenia desde el siglo –VII. De hecho, cuanto la propia Esparta, triunfante a principios del siglo –IV, se debilitó, sus antiguos siervos (ilotas) la hicieron pedazos.

En realidad, como lo demostraron espléndidamente Edward Gibbon (fines del siglo XVIII) y su compatriota Arnold Toynbee (años 30 y 40 del siglo XX), Esparte sacrificó todo progreso social y económico al modelo bélico “perfecto” impuesto por Licurgo, en sí un mito. A comienzos del siglo XXI, EE.UU. está sacrificando sus propios principios a una forma de imperialismo que remite al siglo XIX.

Hasta 2004, en las primeras fases de la guerra iraquí o la persistencia de la afgana, los intelectuales debatían en torno de una sola obsesión: Estados Unidos como avatar de la antigua Roma. Para el pintoresco ultraderechista Newt Gingrich –curiosamente, “newt” significa mojarrita-, era una especie de “imperio benigno”. Aún no se conocían los abusos en Abú Ghreib ni Guantánamo, claro.

En la concepción de Michael Lind, un republicano tradicional, su país “sigue siendo una república virgen de ambiciones imperiales, pero responsable del orden mundial, en tanto única superpotencia militar”. En el otro extremo, el historiador liberal Niall Ferguson (“Colossus”, 2005) sostiene que “es un imperio sin mentalidad apropiada, por lo cual niega serlo”.

No obstante, el siglo XXI –proclaman casi todos estos analistas, entre ellos varios demócratas- será tan norteamericano como el segundo tramo del XX. “La comunidad internacional nos verá como guía, faro de libertad y democracia”, se entusiasma Maximilian Boot, un teórico que reivindica “la necesidad del imperialismo”. Pero, desde hace año y medio, el debate viene mutando. Hoy, muchos intelectuales estadounidenses, especialmente de centroizquierda (la izquierda propiamente dicha casi no existe), no niegan que EE.UU. sea un imperio. Pero se preguntan de qué clase.

Hasta el momento, cunde una conclusión inquietante: no es la nueva Roma, sino una nueva Esparta. Su poder no es económico, político ni moral, sino puramente militar. Por ende, la “pax americana” es fruto no de consenso, sino de imposición, y su impronta ultraconservadora impide un sereno debate de ideas. Aunque todavía no manifieste rasgos dictatoriales, exporta un modelo de “democracia” cada día más resistido y encarna una “globalización del resentimiento” (Ferguson) que amenaza convertir este siglo en antiamericano,

No hace muchos años, como reacción a los ataques del 11 de septiembre de 2001, una marea de libros hablaba del destino manifiesto. Más tarde, cuando el terrorismo mayorista alcanza Madrid, Londres y, ahora, India, se esfuma buena parte de la singularidad norteamericana como objeto de esa violencia. Aun quienes no niegan el imperio, lo ven de otra manera.

En “The good fight” (2006), Peter Beinart sostiene que la diplomacia dura y la guerra “deben fundarse en una actitud tolerante, progresista”. Ex director de “The new republic”, apoyó a George W.Bush al iniciarse la aventura iraquí, se arrepintió y aboga hoy por “un imperio blando, pues sólo las prácticas democráticas en serio pueden derrotar el terrorismo internacional y restituirnos estatura ética. De lo contrario, ese terrorismo habrá triunfado y será imposible de eliminar”.

De una forma u otra, el esquema imperial suele explicarse o justificarse desde perspectivas históricas. En “House of war: the Pentagon and its disastrous growth”, James Carroll –un católico liberal- denuncia que “EE.UU. es rehén del negocio bélico y ve la política exterior desde la misma óptica que los prusianos Karl von Clausewitz y Otto Bismarck, aunque con componentes empresarios”. Como Esparta, el país “se ha convertido en un estado fortaleza, condicionado por los servicios de inteligencia, que gasta cada vez más. Por lo menos hasta los tiempos de Diocleciano, Roma no era deudora neta”.

El historiador Stephen Kinzer (ex “The New York times”) comparte esa visión en “Overthrow”, donde reseña un siglo de cambios involutivos, entre la ocupación de Hawái (1893) y la de Irak. Desde el golpe contra la reina Liliuokalani, Washington ha tirado abajo o contribuido a deponer quince gobiernos. Algunos, como los de Mohammed Mossadegh en Irán (1953), Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) o Salvador Allende en Chile (1973), eran legítimos pero molestaban a grandes empresas norteamericanas (United Fruit, Anglo-American Petroleum) o a la CIA.

Este autor admite que que EE.UU. también se ha movilizado contra tiranos, pero “empujado por un DNA imperial, matriz del intervencionismo y heredero de la diplomacia con cañones aplicada por el extinto imperio Británico”. El mero hecho que, desde hace 200 años, los estadounidenses le llamen “America” a su parte del continente revela notable soberbia. En esa tónica, la onda revisionista parte de “America, right or wrong”, trabajo de Anatol Lieven, experto en historia castrense,

“El patrioterismo desborda su origen, como fe en las leyes y libertades individuales amparadas por el constitución, y arriesga transforma el país en un monstruo militarista, mesiánico, que se cree investido de una misión casi bíblica: acabar con el mal”. Julia Swieg (consejo de relaciones exteriores) retoma el tema en “Friendly fire: how to lose friends and gain enemies”. El texto demuele “el mito de la “excepcionalidad norteamericana”, La autora señala que “la superpotencia reivindica desde siempre una nobleza de propósitos y una adhesión a valores universales. Si siente, pues, por encima del derecho internacional y la soberanía de los otros estados”

George W.Bush, un hombre simple pero fanático, “ha llevado eso al extremo en desmedro del multilatelismo. Resulta inexplicable que alguien como Tony Blair se haya dejado llevar por ese camino de intolerancia”. Otro crítico liberal, Andrew Kohut (Instituto Pew), comparte esa postura en “America against the world”. Tras el colapso soviético, en efecto, EE.UU. ha afrontado conflictos en Irak (dos veces), la ex Yugoslavia, Somalía, Afganistán y por poco no crea un en Irán. Esto fue agravando el antinorteamericanismo, especialmente en Europa occidental, donde pocos comparten ya la imagen del paladín, tício en los años 40 y 50.

Resulta irónico que la checa Madeline Albright –casi la única que defiende a su país de adopción desde la izquierda- niegue en “The mighty and the Almighty” el cargo de militarismo rampante. Pero sólo para subtituirlo por “la sordidez cultural, que nace en una sentido equivocado de superioridad nacional”.

Ahora bien ¿por qué Esparta, no ya Roma? Cabe acotar que se trata de una Esparta a medio camino entre el mito y la historia. En la Grecia que sufría la ruinosa guerra del Peloponeso –siglos V y IV antes de la era común-, Lacedemonia era un anacrónica monarquía bicéfala donde la minoría aristocrática vivía para la guerra y explotaba a la mayoría mesenia desde el siglo –VII. De hecho, cuanto la propia Esparta, triunfante a principios del siglo –IV, se debilitó, sus antiguos siervos (ilotas) la hicieron pedazos.

En realidad, como lo demostraron espléndidamente Edward Gibbon (fines del siglo XVIII) y su compatriota Arnold Toynbee (años 30 y 40 del siglo XX), Esparte sacrificó todo progreso social y económico al modelo bélico “perfecto” impuesto por Licurgo, en sí un mito. A comienzos del siglo XXI, EE.UU. está sacrificando sus propios principios a una forma de imperialismo que remite al siglo XIX.

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