Dólar: ¿Serían posibles un colapso y una crisis terminal?

Como decía Ferns: “Que una dívisa se deprecie es bueno hasta cierto punto. Más allá, puede ser un desastre”. Varios expertos temen que el límite esté peligrosamente cerca: el dólar se ha deteriorado 16% ante las monedas de sus mayores socios.

19 enero, 2005

H. S. Ferns era un economista inglés, experto en el patrón oro británico y sus vaivenes durante el siglo XIX, hasta la Gran Guerra. Su tratado sobre los nexos entre el sistema y la Argentina –como abastecedora clave de alimentos al Reino Unido y prestamista clave para su banca desde 1821- sigue tan vigente que algunas universidades norteamerican lo tienen como libro de texto. En verdad, varios de los problemas que vulneraban al patrón áureo hasta los acuerdos de Bretton Woods (1944) afectan hoy al “patrón dólar”.

En realidad, el dólar ha pasado ya por dos crisis “clásicas” (1968/9, 1992). La primera ocasionó el colapso del sistema de Bretton Woods (1971) y de la convertibilidad oro/dólar. Dado que BW había dos patromes (oro entre los grandes bancos centrales, dólar para el resto del mundo), la desaparición del primero le restó al esquema su pata más sólida.

Muy bien, y ahora, ¿qué ocurre? Que, como sucede en toda fase inestable, algunas teorías fallan. Para el caso, la que prescribe que, al correr el tiempo, un dólar barato les permitirá competir a los bienes y servicios que exporta Estados Unidos. Ello no está pasando. Por otra parte, la combinación de déficit comercial, fiscal y de pagos externos puede llevar a una baja ulterior y un auge incontrolable de tasas. Vale decir, los ingredientes de una intensa recesión en la segunda economía del mundo.

Precedentes abundan. En los últimos quince años, crisis en economías desde México hasta Tailandia, pasando por Gran Bretaña –el ataque de 1992 contra la libra, montado por fuertes especuladores y fondos buitres-, hicieron que pasaran rápidamente del crecimiento a la recesión. En este momento, Estados Unidos sigue atado a un crecimiento lento, basado en la deuda pública y privada.

“Somos cada día más vulnerables a un freno súbito en flujos de capital financiero y cede la inversión externa directa”, señala Barry Eichengrün, historiador económico de Berkeley. “Ésa fue la ruina de mercados emergentes y periféricos a través de los años. Podría suceder en EE.UU.” No ocurre, todavía.

Pero, ¿podría pasar?… En una crisis local, los inversores externos se deshacen de bonos y acciones, temiendo una depreciación ulterior. No obstante, tasas de interés a largo plazo y títulos federales –se mueven en sentido opuesto- casi no se han movido en todo 2004. Es más: repasando crisis mundiales, parece que EE.UU. tuviera bastantes factores en su favor para eludir crisis. Al mismo tiempo, empero, la magnitud de los desequilibrios que afectan al dólar carece de antedecentes en la historia del capitalismo, por lo cual una crisis no debiera ser descartada.

Existen contrates en principio favorables con la última crisis cambiaria que involucró al dólar, la 1977/9. En quince meses, la divisa referencial cedió 16%, ante una canasta selecta de monedas, en un trasfondo de escaso crecimiento y auge de precios petroleros. La potencia saltó de superávit a déficit comercial, pese a un dólar tan barato, cuya debilidad –de paso- llevó de 6 a 8,2% la inflación anual a precios minoristas.

Desvelado por la caída del dólar, el gobierno de James Carter lanzó en noviembre de 1978 un paquete de apoyo a la moneda. Tesorería apelaría a ventas de oro, emisión de deuda externa y al Fondo Monetario Internacional –cuando todavía era un agente activo- para parapetar al dólar. La Reserva Federal aumentó un punto la tasa básica.

El dólar se estabilizó, pero continuó débil y, hacia fines de 1979, la inflación alcanzaba 10%. Seis meses después, Clinton nombraba a Paul Volcker –un republicano- al frente de la RF. Éste decidió que hacían falta medidas drásticas para acabar con la inflación. Desde octubre, empezó a sofrenar la oferta monetaria, o sea promovió un fuerte aumento de tasas. Esta estrategia redujo la inflación, pero el país sufrió la recesión más pronunciada desde los años 30.

De paso, ese avance de intereses desató la crisis de deuda externa en Latinoamérica. Iniciada con el cese de pagos mejicano de 1982, en realidad su colorario es la restructuración actual de la deuda argentina. Por eso, Volcker no es popular, ni siquiera en el “globalizado”país de Vicente Fox. “Las crisis financieras no deben nunca confiarse a banqueros” sostuvo, también en 1982, Henry Kissinger. Tenía razón.

A partir esa crisis y la que, en 1992, azotó a algunas monedas europeas, quedaron en claro ciertos factores, descriptos por los econometristas Nouriel Rubini y Braddock Seltzer (universidad de Nueva York). Catorce crisis en mercados emergenes y periféricos –de la mejicana, 1994, a la brasileña, 2002- mostraron el papel detonante de los altos déficit en cuenta corriente y/o presupuesto, su financiamiento vía capitales especulativos externos e incertidumbre política. Eso permitió esquemas tan ruinosos como el de Nicholas Brady, que enriquecería a las bancas para las cuales operaba ese funcionario. ¿Por qué? Porque el FMI ya no servía como prestamista externo de última instancia.

A juicio de los expertos, el EE.UU. actual comparte algunas de esas vulnerabilidades: enormes déficit en cuenta corrientes y presupuesto, sin perspectivas de salida virtuoso. Además, financiados en creciente proporción con fondos exteriores, vía compra de bonos federales. Tampoco existe un pretamista externo de última instancia.

Naturalmente, EE.UU. es la segunda economía del mundo y la primera potencia militar. Por ende, pesa demasiado como para que las restantes potencias la dejen caer fácilmente. Pero eso es, en todo caso, un consuelo político. Como muestra de su relatividad, basta recordar al ex Imperio Británico: 44 crisis del patrón oro-libra y los costos de vastas conquistas territoriales terminaron con el imperio, la libra, la hegemonía política y militar. ¿Cuál fue su tumba? Pues el actual Irak.

H. S. Ferns era un economista inglés, experto en el patrón oro británico y sus vaivenes durante el siglo XIX, hasta la Gran Guerra. Su tratado sobre los nexos entre el sistema y la Argentina –como abastecedora clave de alimentos al Reino Unido y prestamista clave para su banca desde 1821- sigue tan vigente que algunas universidades norteamerican lo tienen como libro de texto. En verdad, varios de los problemas que vulneraban al patrón áureo hasta los acuerdos de Bretton Woods (1944) afectan hoy al “patrón dólar”.

En realidad, el dólar ha pasado ya por dos crisis “clásicas” (1968/9, 1992). La primera ocasionó el colapso del sistema de Bretton Woods (1971) y de la convertibilidad oro/dólar. Dado que BW había dos patromes (oro entre los grandes bancos centrales, dólar para el resto del mundo), la desaparición del primero le restó al esquema su pata más sólida.

Muy bien, y ahora, ¿qué ocurre? Que, como sucede en toda fase inestable, algunas teorías fallan. Para el caso, la que prescribe que, al correr el tiempo, un dólar barato les permitirá competir a los bienes y servicios que exporta Estados Unidos. Ello no está pasando. Por otra parte, la combinación de déficit comercial, fiscal y de pagos externos puede llevar a una baja ulterior y un auge incontrolable de tasas. Vale decir, los ingredientes de una intensa recesión en la segunda economía del mundo.

Precedentes abundan. En los últimos quince años, crisis en economías desde México hasta Tailandia, pasando por Gran Bretaña –el ataque de 1992 contra la libra, montado por fuertes especuladores y fondos buitres-, hicieron que pasaran rápidamente del crecimiento a la recesión. En este momento, Estados Unidos sigue atado a un crecimiento lento, basado en la deuda pública y privada.

“Somos cada día más vulnerables a un freno súbito en flujos de capital financiero y cede la inversión externa directa”, señala Barry Eichengrün, historiador económico de Berkeley. “Ésa fue la ruina de mercados emergentes y periféricos a través de los años. Podría suceder en EE.UU.” No ocurre, todavía.

Pero, ¿podría pasar?… En una crisis local, los inversores externos se deshacen de bonos y acciones, temiendo una depreciación ulterior. No obstante, tasas de interés a largo plazo y títulos federales –se mueven en sentido opuesto- casi no se han movido en todo 2004. Es más: repasando crisis mundiales, parece que EE.UU. tuviera bastantes factores en su favor para eludir crisis. Al mismo tiempo, empero, la magnitud de los desequilibrios que afectan al dólar carece de antedecentes en la historia del capitalismo, por lo cual una crisis no debiera ser descartada.

Existen contrates en principio favorables con la última crisis cambiaria que involucró al dólar, la 1977/9. En quince meses, la divisa referencial cedió 16%, ante una canasta selecta de monedas, en un trasfondo de escaso crecimiento y auge de precios petroleros. La potencia saltó de superávit a déficit comercial, pese a un dólar tan barato, cuya debilidad –de paso- llevó de 6 a 8,2% la inflación anual a precios minoristas.

Desvelado por la caída del dólar, el gobierno de James Carter lanzó en noviembre de 1978 un paquete de apoyo a la moneda. Tesorería apelaría a ventas de oro, emisión de deuda externa y al Fondo Monetario Internacional –cuando todavía era un agente activo- para parapetar al dólar. La Reserva Federal aumentó un punto la tasa básica.

El dólar se estabilizó, pero continuó débil y, hacia fines de 1979, la inflación alcanzaba 10%. Seis meses después, Clinton nombraba a Paul Volcker –un republicano- al frente de la RF. Éste decidió que hacían falta medidas drásticas para acabar con la inflación. Desde octubre, empezó a sofrenar la oferta monetaria, o sea promovió un fuerte aumento de tasas. Esta estrategia redujo la inflación, pero el país sufrió la recesión más pronunciada desde los años 30.

De paso, ese avance de intereses desató la crisis de deuda externa en Latinoamérica. Iniciada con el cese de pagos mejicano de 1982, en realidad su colorario es la restructuración actual de la deuda argentina. Por eso, Volcker no es popular, ni siquiera en el “globalizado”país de Vicente Fox. “Las crisis financieras no deben nunca confiarse a banqueros” sostuvo, también en 1982, Henry Kissinger. Tenía razón.

A partir esa crisis y la que, en 1992, azotó a algunas monedas europeas, quedaron en claro ciertos factores, descriptos por los econometristas Nouriel Rubini y Braddock Seltzer (universidad de Nueva York). Catorce crisis en mercados emergenes y periféricos –de la mejicana, 1994, a la brasileña, 2002- mostraron el papel detonante de los altos déficit en cuenta corriente y/o presupuesto, su financiamiento vía capitales especulativos externos e incertidumbre política. Eso permitió esquemas tan ruinosos como el de Nicholas Brady, que enriquecería a las bancas para las cuales operaba ese funcionario. ¿Por qué? Porque el FMI ya no servía como prestamista externo de última instancia.

A juicio de los expertos, el EE.UU. actual comparte algunas de esas vulnerabilidades: enormes déficit en cuenta corrientes y presupuesto, sin perspectivas de salida virtuoso. Además, financiados en creciente proporción con fondos exteriores, vía compra de bonos federales. Tampoco existe un pretamista externo de última instancia.

Naturalmente, EE.UU. es la segunda economía del mundo y la primera potencia militar. Por ende, pesa demasiado como para que las restantes potencias la dejen caer fácilmente. Pero eso es, en todo caso, un consuelo político. Como muestra de su relatividad, basta recordar al ex Imperio Británico: 44 crisis del patrón oro-libra y los costos de vastas conquistas territoriales terminaron con el imperio, la libra, la hegemonía política y militar. ¿Cuál fue su tumba? Pues el actual Irak.

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