Deuda estadounidense: ¿cree Washington en milagros?

Hay problemas tan acuciantes en la vida real que, si se pasan por alto, pueden terminar en crisis. La creciente deuda pública de Estados Unidos ofrece al mundo un ejemplo típico (dos, si se cuenta la de las personas).

26 octubre, 2005

Acreedor internacional neto hace veinte años, hoy el fisco norteamericano le debe al resto del planeta US$ 2,5 billones, que es la diferencia entre activos del país en el exterior y activos de propiedad extranjera en EE.UU. Duante el año en curso, Washington habrá tomado una monto equivalente a 6% de su producto bruto interno (PBI), a valores corrientes, el mayor en 135 años, o sea desde que existe esta estadística.

En apariencia, esto habrá ocurrido sin crear dificultades evidentes ni trastornar la economía mundial. No obstante, casi no hay economista ni banquero central serio a cuyo juicio las cosas puedan seguir así para siempre. “Esta benigna situación tal vez dure un tiempo, pero no indefinidamente. Seria mejor no hacer el experimento de ver hasta dónde pueda llegar”. Así sostenía el Fondo Monetario Internacional, hace pocas semanas.

Por supuesto, las medidas a adoptar para ir disminuyendo la dependencia estadounidense de bancos centrales y ahorristas asiáticos y europeos serían ingratas para prestamistas y prestatarios. Por ejemplo una mezcla entre aumento de impuestos en EE.UU. y drástica repreciación del yüan chino (el gobierno de George W. Bush quiere lo segundo sin lo primero).

Sea como fuere, hasta el momento no se han cumplido profecías apocalípticas tipo una recesión que pulverice el dólar o un abrupto cese del apetito internacional por letras de Tesorería; o sea, deuda. El mero hecho de que eso no haya ocurrido hace pensar a los optimistas –entre quienes se cuentan Alan Greenspan, Benjamin Bernanke, Wall Street y la banca privada- que las distorsiones irán desapereciendo con al transcurso de los años.

El problema básico es que EE.UU. y los norteamericanos gastan muchísimo más de cuanto ganan. El resto del globo hace lo contrario, por lo cual exporta excelente producción y ahorro a EE.UU. Aun China, que tiene excelentes razones para invertir en casa y elevar condiciones de vida, envía al coloso ahorros que –entre otras cosas- le permiten a la burguesía norteamericana inflar una burbuja especulativa inmobiliaria, originada en créditos hipotecarios escandalosamente baratos. Pero no contianuará “in aeternum”.

Entonces ¿cuál es el riesgo? Simple: si la economía mundial está en desequilibrio, tarde o temprano algo corrige el fiel de la balanza. Quienes dicen que las distorsiones actuales terminan en una explosión empiezan a precuparse. Gregiry Mankiw, ex asesor económico principal en la Casa Blanca, prevé un “futuro menos próspero. O el extranjero deja de absorber tanta deuda nueva, y obliga a rebajar gastos fiscales necesarios para estimular crecimiento, o seguirá haciéndolo. En tal caso, los países acreedores exigirán mayor participación en las futuras utilidades de EE.UU. SA”.

Este dilema no es gratuito y presupone un corolario típico de los neoconservadores y los adalides de la globalización financiera: los demás países deberán crecer a mayor ritmo que EE.UU., no para mejorar sus niveles internos de vida, sino para comprarle más deuda con sus ahorros. Así, un dólar más débil, un euro caro y un yüan muy alto sustentarán el bienestar norteamericano y los déficit estructurales.

Si, por el contrario, el mundo no cumple con su deber, EE.UU. afrontará aumentos de tipos de interés e impuestos, caídas en los mercados de bonos o acciones y violento desinfle de la burbuja inmobiliaria. Algo de eso sucedió a fines del 80, bajo otro gobierno republicano, y desató una recesión que alcnazó hasta 1988. “Sólo la reunificación alemana y la luciación soviética impidieron que el fenómeno se globalizase”, recordaba Laurence Kantor, analista de Barclay’s Capital. Como apuntan David Wessel en el “Wall Street Journal” en la web, esperar un milagro así sería imprudente.

Acreedor internacional neto hace veinte años, hoy el fisco norteamericano le debe al resto del planeta US$ 2,5 billones, que es la diferencia entre activos del país en el exterior y activos de propiedad extranjera en EE.UU. Duante el año en curso, Washington habrá tomado una monto equivalente a 6% de su producto bruto interno (PBI), a valores corrientes, el mayor en 135 años, o sea desde que existe esta estadística.

En apariencia, esto habrá ocurrido sin crear dificultades evidentes ni trastornar la economía mundial. No obstante, casi no hay economista ni banquero central serio a cuyo juicio las cosas puedan seguir así para siempre. “Esta benigna situación tal vez dure un tiempo, pero no indefinidamente. Seria mejor no hacer el experimento de ver hasta dónde pueda llegar”. Así sostenía el Fondo Monetario Internacional, hace pocas semanas.

Por supuesto, las medidas a adoptar para ir disminuyendo la dependencia estadounidense de bancos centrales y ahorristas asiáticos y europeos serían ingratas para prestamistas y prestatarios. Por ejemplo una mezcla entre aumento de impuestos en EE.UU. y drástica repreciación del yüan chino (el gobierno de George W. Bush quiere lo segundo sin lo primero).

Sea como fuere, hasta el momento no se han cumplido profecías apocalípticas tipo una recesión que pulverice el dólar o un abrupto cese del apetito internacional por letras de Tesorería; o sea, deuda. El mero hecho de que eso no haya ocurrido hace pensar a los optimistas –entre quienes se cuentan Alan Greenspan, Benjamin Bernanke, Wall Street y la banca privada- que las distorsiones irán desapereciendo con al transcurso de los años.

El problema básico es que EE.UU. y los norteamericanos gastan muchísimo más de cuanto ganan. El resto del globo hace lo contrario, por lo cual exporta excelente producción y ahorro a EE.UU. Aun China, que tiene excelentes razones para invertir en casa y elevar condiciones de vida, envía al coloso ahorros que –entre otras cosas- le permiten a la burguesía norteamericana inflar una burbuja especulativa inmobiliaria, originada en créditos hipotecarios escandalosamente baratos. Pero no contianuará “in aeternum”.

Entonces ¿cuál es el riesgo? Simple: si la economía mundial está en desequilibrio, tarde o temprano algo corrige el fiel de la balanza. Quienes dicen que las distorsiones actuales terminan en una explosión empiezan a precuparse. Gregiry Mankiw, ex asesor económico principal en la Casa Blanca, prevé un “futuro menos próspero. O el extranjero deja de absorber tanta deuda nueva, y obliga a rebajar gastos fiscales necesarios para estimular crecimiento, o seguirá haciéndolo. En tal caso, los países acreedores exigirán mayor participación en las futuras utilidades de EE.UU. SA”.

Este dilema no es gratuito y presupone un corolario típico de los neoconservadores y los adalides de la globalización financiera: los demás países deberán crecer a mayor ritmo que EE.UU., no para mejorar sus niveles internos de vida, sino para comprarle más deuda con sus ahorros. Así, un dólar más débil, un euro caro y un yüan muy alto sustentarán el bienestar norteamericano y los déficit estructurales.

Si, por el contrario, el mundo no cumple con su deber, EE.UU. afrontará aumentos de tipos de interés e impuestos, caídas en los mercados de bonos o acciones y violento desinfle de la burbuja inmobiliaria. Algo de eso sucedió a fines del 80, bajo otro gobierno republicano, y desató una recesión que alcnazó hasta 1988. “Sólo la reunificación alemana y la luciación soviética impidieron que el fenómeno se globalizase”, recordaba Laurence Kantor, analista de Barclay’s Capital. Como apuntan David Wessel en el “Wall Street Journal” en la web, esperar un milagro así sería imprudente.

Compartir:
Notas Relacionadas

Suscripción Digital

Suscríbase a Mercado y reciba todos los meses la mas completa información sobre Economía, Negocios, Tecnología, Managment y más.

Suscribirse Archivo Ver todos los planes

Newsletter


Reciba todas las novedades de la Revista Mercado en su email.

Reciba todas las novedades