Débil ante la opinión pública,Bush amenaza con más guerras

Con apenas 34% de apoyo entre los norteamericanos, el presidente salió a prometer acciones contra Irán, Siria, Venezuela, etc. Pero Washington ha iniciado contactos con Tehrán sobre la crisis iraquí.

17 marzo, 2006

Varios expertos sospechan, empero, que la amenazas son una cortina de humo (o un gesto para salvar la cara). Mientras tanto, Estados Unidos e Irán –posiblemente, también Turquía- encaran negociaciones para impedir que Irak se precipite en la guerra civil. Otros atribuyen las diatribas a un ampliado “eje del mal” como reacción ante la caída de Bush en las encuestas de opinión.

Existe otro dato, poco difundido, que muestra la imposibilidad de iniciar más guerras. Hasta fin de febrero, perecieron 2.550 soldados estadounidenses y desertaron unos 8.000. En cuanto a la nueva lista de países en el “eje del mal” (concepto típico de evangélicos ultramontanos), figuran Norcorea –cuyos ensayos nucleares cerca de Japón no parecen desvelar mucho a Washington- y Venezuela, por razones políticas, no de seguridad en el Caribe.

De una forma u otra, tras Katrina el gobierno federal corre el riesgo de desinflarse y vivir otro segundo mandato fracasado. Sólo que a Bush le pasa al principio del actual período, mientras la Casa Blanca va perdiendo apoyo en las bancadas republicanas del congreso. El primer síntoma fue el bloqueo del acuerdo por el cual una firma estatal de Dubái le compraba a una empresa británica el manejo de seis puertos estratégicos en las costas oriental y meridional.

A criterio del analista político George Friedmann (“Stratfor weekly”), la operación “no habría elevado los riesgos a la seguridad, que no dependen de quienes operen esos terminales. Tampoco se notan repercusiones negativas en la relación EE.UU.-Dubái, a su vez parte de la Unión de Emiratos Árabes.

El punto crítico es cuánto poder real retiene Bush. A diferencia de los primeros ministros, los presidentes no renuncian cuando agotan la confianza de los electores, o sea el capital político. Pero sí pierden la capacidad de gobernar plenamente, pues no logran hacer pasar proyectos por el congreso. Por ejemplo, la propuesta presupuestaria elevada semanas atrás.

Eso ocurrió con la guerra de Vietnam: el Capitolio cortó los fondos de asistencia militar y Saigón no tardó en caer. La idea de que un mandatario puede seguir gobernando sin apoyo legislativa, empleando facultades inherentes o lapsos de receso, simplemente no funciona. Por consiguiente, en esos casos se paraliza la gestión del ejecutivo.

Al respecto, Friedmann aporta otro ejemplo. “Recientemente, Bush subscribió una serie de convenios con India sobre cooperación nuclear. Ahora, no hay certezas de que se junten los dos tercios de votos senatoriales, indispensables para aprobar esos acuerdos”. De movida, muchos parlamentarios ven con resquemores que Washington fomente la proliferación atómica en un estado y la demonice en otro (Irán).

No es en realidad imposible que el presidente reúna los votos necesarios, pero la cuestión de es otro tipo: Bush ya no puede negociar bien, por falta de confianza en el exterior. Gobiernos y dirigencias saben que existe el peligro de que el congreso rechace acuerdos, una perspectiva embarazosa si los contactos con Tehrán generasen un “modus vivendi” en Irak. Por lo mismo, las amenazas de la Casa Blanca impresionan cada vez menos, aunque las acompañe un exagerado informe sobre ataques aéreos en Irak.

Por supuesto, “Bush no es el primer presidente –apunta “Stratfor weekly”- que afronta una parálisis política. Woodrow Wilson la experimentó en el caso Liga de las Naciones, Henry Truman por Corea y Lyndon Johnson por Vietnam. Pero hay una diferencia clave entre esos casos y el actual: su segundo mandato apenas ha pasado el primer año y tiene por delante casi tres. Una eternidad, “durante la cual el mundo tomará cada vez menos los deseos, reacciones y presiones estadounidenses.

La señales del deterioro presidencial llegan más allá de los puertos o el “eje del mal”. El lío con las caricaturas de Mahoma apunta al mismo fenómeno. A la sazón “la visión occidental del Islam parece dividirse en dos campos. Uno –indica Friedmann- sostiene que los musulmanes radicalizados son un grupo marginal. El otro afirma que la propia religión es intolerante y agresiva, por lo cual resulta ilusa la idea de un Islam moderado”.

Los del primer sector arguyen que las reacciones extremas de EE.UU. ante Al Qa’eda debilitaron a los moderados y favorecieron a los radicales, con lo cual crecen los riesgos terroristas. Sus oponentes responden que existe un estado de guerra; no entre EE.UU. y Al Qa’eda, sino entre Occidente e Islam. O sea, la obsesión etnocéntrica de Samuel Huntington.

El asunto de las caricaturas perjudica a la primera escuela de pensamiento y beneficia a la segunda. Aun los musulmanes moderados sostienen que Occidente no es sensible a sus sentimiento religiosos. Pero ellos tampoco comprenden la relevancia de la libertad de expresión en parte de las Américas, Asia meridional o Europa al oeste de Rusia blanca.

En EE.UU., la controversia debió haber consolidado a Bush y su base electoral, en particular a los neoconservadoras. Pero el mandatario no hizo nada para acercarse a esos sectores, molestos por la desmedida reacción musulmana. Por el contrario, “se dirigió a los islámicos lamentando la publicación de las caricaturas. No capitalizó en su favor el mal efecto público causado por las exigencias musulmanas de censura en países ajenos al Islam”.

¿Por qué Bush actuó como lo hizo? Porque, según demuestra la obsesión por la seguridad posterior a septiembre de 2001, su gobierno no ha trepidado en vulnerar libertades y derechos civiles. “Sólo los mercados son sacros para EE.UU.” ironizaba un columnista de la cadena “Al Dyazira”, propiedad de ismaelitas con sede en Qatar.

Resulta significativo que Washington haya perdido una oportunidad política en el caso de las caricaturas y haya manejado pésimamente el de los puertos o el accidente protagonizado por el vice Richard Cheney durante una cacería. Sin duda, el empuje del antiguo Bush parece ser apenas historia.

Otro factor reside en el agotamiento del equipo político presidencial (económico nunca lo hubo). Salvo Condoleezza Rice, una “nueva”, Cheney, Donald Rumsfeld (Defensa), Karl Rove –subjefe de gabinete- y Andrew Card (jefe formal del anterior) han estado en el candelero más de cinco años. En ese lapso, cometieron errores garrafales y la renuencia de Bush a cambiarlos contribuye a deteriorar más su imagen, pues da la impresión de no controlar su propia tropa. De lo contrario, no se explica que haya reelegido a Cheney como compañero de fórmula en 2004.

Esta situación se complica debido a procesos e investigaciones en marcha. Uno de ellos, el caso Valerie Plame, ya acabó con Lewis Libby, ex jefe del gabinete vicepresidencial, por revelar al periodismo la identidad de una agente encubierta de la CIA . Los fiscales siguen presionándolo para que les dé nombres (uno es Cheney). Los mentideros del distrito federal creen que también Rove está en la mira. Por otro lado, el cabildero tejano Jack Abramoff –cómplice del diputado Thomas DeLay- acaba de revelar que “una cantidad de legisladores republicanos conocían mis actividades y no formulaban objeciones al respecto”.

“Podrá Bush recobrarse”, se pregunta Friedmann. Quizá, pero los precedentes históricos no lo favorecen. “Hasta hoy, los presidentes que cayeron a exiguos niveles de aprobación y perdieron el control del congreso nunca salieron del pantano. La razón básica es que, antes de llegar al extremo, las barreras psicológicas y políticas se han quebrado. En el partido Republicano, todos piensan en los comicios parlamentarios de este año: los legisladores pueden buscar la reelección, el presidente ya no. Con la mala imagen de Bush y la pésima de Cheney, diputados y senadores tienden a alejarse de la Casa Blanca, para no perder votos.”

Varios expertos sospechan, empero, que la amenazas son una cortina de humo (o un gesto para salvar la cara). Mientras tanto, Estados Unidos e Irán –posiblemente, también Turquía- encaran negociaciones para impedir que Irak se precipite en la guerra civil. Otros atribuyen las diatribas a un ampliado “eje del mal” como reacción ante la caída de Bush en las encuestas de opinión.

Existe otro dato, poco difundido, que muestra la imposibilidad de iniciar más guerras. Hasta fin de febrero, perecieron 2.550 soldados estadounidenses y desertaron unos 8.000. En cuanto a la nueva lista de países en el “eje del mal” (concepto típico de evangélicos ultramontanos), figuran Norcorea –cuyos ensayos nucleares cerca de Japón no parecen desvelar mucho a Washington- y Venezuela, por razones políticas, no de seguridad en el Caribe.

De una forma u otra, tras Katrina el gobierno federal corre el riesgo de desinflarse y vivir otro segundo mandato fracasado. Sólo que a Bush le pasa al principio del actual período, mientras la Casa Blanca va perdiendo apoyo en las bancadas republicanas del congreso. El primer síntoma fue el bloqueo del acuerdo por el cual una firma estatal de Dubái le compraba a una empresa británica el manejo de seis puertos estratégicos en las costas oriental y meridional.

A criterio del analista político George Friedmann (“Stratfor weekly”), la operación “no habría elevado los riesgos a la seguridad, que no dependen de quienes operen esos terminales. Tampoco se notan repercusiones negativas en la relación EE.UU.-Dubái, a su vez parte de la Unión de Emiratos Árabes.

El punto crítico es cuánto poder real retiene Bush. A diferencia de los primeros ministros, los presidentes no renuncian cuando agotan la confianza de los electores, o sea el capital político. Pero sí pierden la capacidad de gobernar plenamente, pues no logran hacer pasar proyectos por el congreso. Por ejemplo, la propuesta presupuestaria elevada semanas atrás.

Eso ocurrió con la guerra de Vietnam: el Capitolio cortó los fondos de asistencia militar y Saigón no tardó en caer. La idea de que un mandatario puede seguir gobernando sin apoyo legislativa, empleando facultades inherentes o lapsos de receso, simplemente no funciona. Por consiguiente, en esos casos se paraliza la gestión del ejecutivo.

Al respecto, Friedmann aporta otro ejemplo. “Recientemente, Bush subscribió una serie de convenios con India sobre cooperación nuclear. Ahora, no hay certezas de que se junten los dos tercios de votos senatoriales, indispensables para aprobar esos acuerdos”. De movida, muchos parlamentarios ven con resquemores que Washington fomente la proliferación atómica en un estado y la demonice en otro (Irán).

No es en realidad imposible que el presidente reúna los votos necesarios, pero la cuestión de es otro tipo: Bush ya no puede negociar bien, por falta de confianza en el exterior. Gobiernos y dirigencias saben que existe el peligro de que el congreso rechace acuerdos, una perspectiva embarazosa si los contactos con Tehrán generasen un “modus vivendi” en Irak. Por lo mismo, las amenazas de la Casa Blanca impresionan cada vez menos, aunque las acompañe un exagerado informe sobre ataques aéreos en Irak.

Por supuesto, “Bush no es el primer presidente –apunta “Stratfor weekly”- que afronta una parálisis política. Woodrow Wilson la experimentó en el caso Liga de las Naciones, Henry Truman por Corea y Lyndon Johnson por Vietnam. Pero hay una diferencia clave entre esos casos y el actual: su segundo mandato apenas ha pasado el primer año y tiene por delante casi tres. Una eternidad, “durante la cual el mundo tomará cada vez menos los deseos, reacciones y presiones estadounidenses.

La señales del deterioro presidencial llegan más allá de los puertos o el “eje del mal”. El lío con las caricaturas de Mahoma apunta al mismo fenómeno. A la sazón “la visión occidental del Islam parece dividirse en dos campos. Uno –indica Friedmann- sostiene que los musulmanes radicalizados son un grupo marginal. El otro afirma que la propia religión es intolerante y agresiva, por lo cual resulta ilusa la idea de un Islam moderado”.

Los del primer sector arguyen que las reacciones extremas de EE.UU. ante Al Qa’eda debilitaron a los moderados y favorecieron a los radicales, con lo cual crecen los riesgos terroristas. Sus oponentes responden que existe un estado de guerra; no entre EE.UU. y Al Qa’eda, sino entre Occidente e Islam. O sea, la obsesión etnocéntrica de Samuel Huntington.

El asunto de las caricaturas perjudica a la primera escuela de pensamiento y beneficia a la segunda. Aun los musulmanes moderados sostienen que Occidente no es sensible a sus sentimiento religiosos. Pero ellos tampoco comprenden la relevancia de la libertad de expresión en parte de las Américas, Asia meridional o Europa al oeste de Rusia blanca.

En EE.UU., la controversia debió haber consolidado a Bush y su base electoral, en particular a los neoconservadoras. Pero el mandatario no hizo nada para acercarse a esos sectores, molestos por la desmedida reacción musulmana. Por el contrario, “se dirigió a los islámicos lamentando la publicación de las caricaturas. No capitalizó en su favor el mal efecto público causado por las exigencias musulmanas de censura en países ajenos al Islam”.

¿Por qué Bush actuó como lo hizo? Porque, según demuestra la obsesión por la seguridad posterior a septiembre de 2001, su gobierno no ha trepidado en vulnerar libertades y derechos civiles. “Sólo los mercados son sacros para EE.UU.” ironizaba un columnista de la cadena “Al Dyazira”, propiedad de ismaelitas con sede en Qatar.

Resulta significativo que Washington haya perdido una oportunidad política en el caso de las caricaturas y haya manejado pésimamente el de los puertos o el accidente protagonizado por el vice Richard Cheney durante una cacería. Sin duda, el empuje del antiguo Bush parece ser apenas historia.

Otro factor reside en el agotamiento del equipo político presidencial (económico nunca lo hubo). Salvo Condoleezza Rice, una “nueva”, Cheney, Donald Rumsfeld (Defensa), Karl Rove –subjefe de gabinete- y Andrew Card (jefe formal del anterior) han estado en el candelero más de cinco años. En ese lapso, cometieron errores garrafales y la renuencia de Bush a cambiarlos contribuye a deteriorar más su imagen, pues da la impresión de no controlar su propia tropa. De lo contrario, no se explica que haya reelegido a Cheney como compañero de fórmula en 2004.

Esta situación se complica debido a procesos e investigaciones en marcha. Uno de ellos, el caso Valerie Plame, ya acabó con Lewis Libby, ex jefe del gabinete vicepresidencial, por revelar al periodismo la identidad de una agente encubierta de la CIA . Los fiscales siguen presionándolo para que les dé nombres (uno es Cheney). Los mentideros del distrito federal creen que también Rove está en la mira. Por otro lado, el cabildero tejano Jack Abramoff –cómplice del diputado Thomas DeLay- acaba de revelar que “una cantidad de legisladores republicanos conocían mis actividades y no formulaban objeciones al respecto”.

“Podrá Bush recobrarse”, se pregunta Friedmann. Quizá, pero los precedentes históricos no lo favorecen. “Hasta hoy, los presidentes que cayeron a exiguos niveles de aprobación y perdieron el control del congreso nunca salieron del pantano. La razón básica es que, antes de llegar al extremo, las barreras psicológicas y políticas se han quebrado. En el partido Republicano, todos piensan en los comicios parlamentarios de este año: los legisladores pueden buscar la reelección, el presidente ya no. Con la mala imagen de Bush y la pésima de Cheney, diputados y senadores tienden a alejarse de la Casa Blanca, para no perder votos.”

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