Corea del Norte
¿Quién sabrá cortar este nudo gordiano nuclear?

10 abril, 2000

Para los halcones de Washington también forma parte del eje del mal.
Pero lo pensarán bien antes de atacar. El régimen de Pyongyang dispone
de armas nucleares y es capaz de usarlas. Aquí, más que a las Naciones
Unidas, Estados Unidos deberá consultar a los tres vecinos poderosos de
la península coreana, cuya seguridad e intereses están en juego:
China, Rusia y Japón.

“El proceso de reducir tensiones en la península de Corea ingresó
en otro callejón sin salida. Los acontecimientos en el área tienen
profundas implicancias para la seguridad y la estabilidad de todo el noreste
asiático. Aparte de 150.000 tropas estadounidenses destacadas desde 1953,
hay allá tres de las doce mayores economías del mundo.”

Así se inicia un análisis publicado en Foreign Affairs (segundo
bimestre de 2003) con la firma de los estrategas James T. Laney –embajador
en Seúl de 1993 a 1997, hoy miembro del Consejo de Relaciones Internacionales–
y Jason Shaplen –asesor en desarrollo energético de Corea del Sur,
de 1995 a 1999, del mismo organismo. La nueva crisis “data de diciembre,
cuando Norcorea decidió reiniciar el programa de plutonio en Yongbyon.
Eso involucra instalaciones y procesos aptos para fabricar armas nucleares”.

Pero las cosas no empiezan ahí, sino en el público reconocimiento
(en octubre) de que el país también tiene un programa de uranio
sobreenriquecido, U-238+. A este anunció siguió una novedad externa:
Estados Unidos y Corea del Sur mostraban criterios diferentes en cuanto a cómo
reaccionar al respecto.

Sin embargo, los expertos recuerdan que no todo era negativo. “Antes de
las revelaciones de octubre, en efecto, Norcorea había adoptado una serie
de iniciativas positivas, diametralmente opuestas a los traumáticos anuncios.
Entre ellas, un encuentro sorpresivo –en julio– del canciller Paek
Nam Sun con Colin Powell, secretario de Estado, una invitación a que
una delegación norteamericana visitase Pyongyang, nuevas conversaciones
de alto nivel entre ambas Corea, el acuerdo para restablecer vínculos
viales y ferroviarios, el retiro de minas (zona desmilitarizada) en anchos corredores
a los costados de ambas conexiones, planes de reforma económica y reanudación
de contactos con Japón”. Poco después, el primer ministro
Junichiro Koizumi se reunió con su colega norcoreano.

Esas iniciativas constituyeron las señales más promisorias de
cambio en décadas. “Sea por voluntad, sea por necesidad, Pyongyang
parecía finalmente tener en cuenta viejas inquietudes de Estados Unidos,
Surcorea, Japón, China y Rusia”. Además, por vez primera
los norcoreanos no trataban de jugar a Washington, Seúl y Tokio una contra
otra, y se dirigían a las tres juntas.

Uranio enriquecido

Eso se cortó súbitamente en octubre, cuando Pyongyang admitió
su programa de uranio, hasta ese momento un secreto a voces, en un gesto por
demás antidiplomático. Acto seguido, Norcorea ofreció detener
esa actividad a cambio de un pacto de no agresión con Estados Unidos.
Al principio, éste se negó redondamente al diálogo, a menos
que el programa de U-238+ fuese desechado por completo. En noviembre Washington
fue más allá y declaró que Pyongyang había violado
el entendimiento de 1994 y varios compromisos de no proliferación atómica.
A la sazón, ese entendimiento había congelado el proyecto plutonio
–un reactor experimental de cinco megavatios y dos más grandes en
construcción–, lo cual evitó una catástrofe bélica
en la Península.

Amén de rechazar la contrapropuesta norcoreana, Estados Unidos detuvo
los envíos de combustible subsidiados. En ese punto, la mayoría
de sus aliados en la región aplicaron presiones y Norcorea respondió
anunciando la reapertura de Yongbyon. No paró ahí sino que, el
31 de diciembre, manifestó la intención de reactivar en febrero
su componente clave, la planta de reprocesamiento. Ese día, expulsó
a los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica
(AIEA) y, el 9 de enero, decidió retirarse del tratado internacional
de no proliferación nuclear

Si bien Washington finalmente accedió a nuevas conversaciones, la situación
parecía empeorar día a día (por ejemplo, lanzamiento de
proyectiles en el mar del Japón y amenazas de alcanzar territorio norteamericano,
probablemente las islas Marianas). “Depende de cómo se resuelva,
el impasse actual –señala Foreign Affairs– puede ser positivo
o desembocar en una crisis peor que la de 1994”.

En la visión de Laney y Shaplen, “lo más sensato sería
que los principales interesados externos –Estados Unidos, China, Japón,
Rusia– garanticen conjuntamente la integridad y la seguridad de la Península
entera. Pero, además, debieran insistir en que Norcorea abandone su programa
de armas nucleares antes de ofrecerle incentivos. Una vez que ello haya sucedido
y sea verificado en inspecciones tan detalladas como regulares, podría
instrumentarse un acuerdo general. Este pacto incluiría amplias reformas,
aumento de ayuda e inversiones y, eventualmente, una confederación coreana”.

Un póquer de alto riesgo

Existen dos explicaciones plausibles para el súbito reconocimiento,
en octubre, del programa de uranio enriquecido. A poco de asumir la presidencia,
George W. Bush se declaró proclive a mayor dureza con Norcorea y calificó
de “blanda” la política de William F. Clinton. A instancias
de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, el apoyo al entendimiento de 1994
fue tibio, para usar un eufemismo. “El nuevo gobierno lo consideraba una
forma de chantaje impuesto a su antecesor. No obstante, tras un largo y detenido
análisis en 2001 –apuntan los estrategas–, no se encontraron
motivos ni justificaciones para abandonar ese convenio, mientras no apareciera
algo mejor a mano”.

Anticipándose al aislamiento, Pyongyang optó por jugar las últimas
cartas en tan difícil partida y transmitió a Washington este terso
mensaje: “Vemos que, pese a todo cuanto hicimos en los últimos meses,
ustedes pretenden desentenderse del asunto. Entonces admitimos el programa U-238+.
¿No quieren seguir negociando? Muy bien, pero no podrán ignorar
a una potencia nuclear y, en el futuro, volverán a la mesa”.
La otra hipótesis es que Norcorea simplemente calculó mal e hizo
presunciones basadas en una situación contemporánea con Tokio
(reconocimiento de haber secuestrado japoneses muchos años antes). La
jugada de Kim, al blanquear ese episodio del pasado –también en
octubre–, buscaba promover contactos entre ambos países. Le resultó.
Pero fracasó con el uranio en el caso norteamericano.

En las semanas posteriores a la admisión nuclear, Estados Unidos dejó
en claro que no veía factible una solución militar a la nueva
crisis en la Península (sólo falta explicar por qué la
ejerció en Irak). Descartada una blitzkrieg, quedaban tres opciones:
aislamiento, contención y negociaciones.

“La primera –sintetiza Foreign Affairs– promovería el
colapso del norte, pero no encararía la amenaza atómica. La contención
se manifestaría en presiones económicas que agotarían al
país y castigarían al régimen, dejando una puerta abierta
a futuras conversaciones. Esta variable tampoco encararía el problema
del uranio enriquecido, aunque pudiera congelar –por falta de fondos–
el programa plutonio. Por supuesto, la tercera vía (negociaciones) encararía
la cuestión nuclear a fondo, pero los halcones de Washington la considerarían
un premio a la mala conducta.

¿No hay mal que por bien no venga?

Muchos analistas, funcionarios y asesores en Washington, sea cual fuese
su postura, sostienen que “las confesiones de Pyongyang sobre uranio y
plutonio prueban que la política negociadora de Clinton fue un error.
Sus resultados demostrarían que acceder al chantaje lleva a nuevos chantajes.

“Eso constituye una sobresimplificación. En 1994 –apuntan los
dos expertos–, Estados Unidos estaba al borde de una guerra con Norcorea.
Había aumentado fuerzas y proyectiles Patriot en el teatro de operaciones,
mientras planeaba ataques concretos. Incluso se contemplaba la evacuación
de civiles norteamericanos. Pese a sus grandes defectos, el entendimiento era
la mejor solución posible en un momento mucho menos que ideal. Siguió
siéndolo por varios años”.

Por cierto, evitó un desastre cuyos alcances eran difíciles de
prever. En lugar de una guerra –el general Gary Luck, comandante en Surcorea,
estimó un millón de bajas, entre ellas 80.000 a 100.000 soldados
norteamericanos–, el Asia nororiental tuvo ocho años de estabilidad,
cuyos beneficios desbordaron en mucho la mera seguridad. En 1994, el producto
bruto interno surcoreano equivalía a US$ 258.000 millones y en 2002,
aun tras la violenta contracción en la crisis de 1997-8, llegaba a US$
436.000 millones (+69%). China ha experimentado un crecimiento aun más
explosivo. Gran parte de ambos fenómenos habría sido frustrada
por una guerra en la Península. No tan larga como la de 1950-3, pero
seguramente más letal.

En aquellos tiempos, por otra parte, Kim Jong Il acababa de suceder a su difunto
padre, Kim Il Sung. Considerado débil y mentalmente inestable, su escaso
apoyo interno le auguraba apenas algunos meses antes de ser eliminado. Hoy,
es el único poder real en el país y ha establecido relaciones
diplomáticas con docenas de estados, incluso muchos de los mejores aliados
de Estados Unidos en la Otan. Esto lo coloca en mejor posición negociadora
que la de 1994.

Por su parte, en esa época, “Estados Unidos no podía contar
con el apoyo explícito de Rusia ni de China. En la actualidad, al menos
hasta la invasión de Irak –explica la revista–, no le costaría
gestionar respaldo básico, aunque no carta blanca, de ambos. En rigor,
hace tres meses Beijing y Moscú emitieron una declaración conjunta
en favor de mantener a toda la península coreana como área de
no proliferación de armas de destrucción masiva”.

Otra ventaja lograda por el respiro obtenido en 1994 es la dependencia económica
del norte respecto del sur. Hoy, Seúl es el primer proveedor ostensible
de ayuda y el segundo socio comercial de Pyongyang. Combinados con el colapso
económico –hambrunas inclusive–, esos vínculos pesan
para que Pyongyang no desee una crisis como la de entonces. Aunque a escala
económica mucho menor, la situación muestra similitudes con la
existente entre China y Taiwán.

Un nudo gordiano

Sin duda, la decisión de reanudar el programa plutonio plantea una
amenaza tan crítica como inmediata. Antes de suspenderse en 1994 y según
casi todos los expertos –entre ellos, Shapley y Laney–, ya se habían
producido barras suficientes para una o dos ojivas nucleares. Una vez en plena
operación, el reactor de 5 Mv generará plutonio suficiente para
una o dos ojivas adicionales. Pero, si Norcorea efectivamente ha reabierto en
febrero las instalaciones procesadoras, le bastarán cinco meses para
tratar todo el fluido usado y sacarle plutonio suficiente para cuatro o cinco
ojivas más. Eso llevaría el arsenal a entre cinco y siete ojivas
hacia fines de julio. No mucho más tarde, dispondrá de plutonio
para dos más.

Pese a todo, se supone que toda crisis equivale a una oportunidad y ésta
no tiene por qué ser la excepción. Esencialmente, dejando a un
lado la política, la “confesión” norcoreana le permite
a Estados Unidos archivar el entendimiento de 1994 y proponer mecanismos más
adecuados, que frenen el programa plutonio y el armado de proyectiles con ojivas
nucleares.

Lo anterior requiere iniciativas atractivas. “Quienes creen que pueden
agotar a Pyongyang por aislamiento o bloqueo económico, olvidan que los
norcoreanos han soportado varios años de privaciones y hambre que, en
otros países, habrían causado implosiones o explosiones sociales
devastadoras”, recuerdan los analistas. “Insultados, provocados o
amenazados, no hesitarán en marchar a la guerra santa. Quince siglos
de resistir chinos, mongoles, manchúes y japoneses no han sido en vano”.

Además, Pyongyang llevaría las de ganar si todos juegan al tiempo.
Aunque China pudiera apoyar inicialmente presiones económicas, no querrá
afrontar una migración masiva de hambrientos cruzando el Yalú,
si Norcorea se derrumba. De última, permitirá abastecimientos
indispensables, con o sin sanciones. Tampoco Surcorea soportará las presiones
de sus compatriotas, máxime con un gobierno proclive a la apertura y
la reconciliación.

¿Cómo cortará Washington el nudo gordiano? En esencia,
sostienen los estrategas, “asegurándole seguridad al norte, pero
sin premiarlo por mala conducta. Esto exige que las potencias interesadas (Estados
Unidos, Rusia, China, Japón) ofrezcan garantías conjuntas para
toda la Península”. Pero, ahora, el problema clave es saber si Bush
y su equipo captan la situación y son capaces de afrontarla sin llegar
al extremo encarnado en Irak.

Para los halcones de Washington también forma parte del eje del mal.
Pero lo pensarán bien antes de atacar. El régimen de Pyongyang dispone
de armas nucleares y es capaz de usarlas. Aquí, más que a las Naciones
Unidas, Estados Unidos deberá consultar a los tres vecinos poderosos de
la península coreana, cuya seguridad e intereses están en juego:
China, Rusia y Japón.

“El proceso de reducir tensiones en la península de Corea ingresó
en otro callejón sin salida. Los acontecimientos en el área tienen
profundas implicancias para la seguridad y la estabilidad de todo el noreste
asiático. Aparte de 150.000 tropas estadounidenses destacadas desde 1953,
hay allá tres de las doce mayores economías del mundo.”

Así se inicia un análisis publicado en Foreign Affairs (segundo
bimestre de 2003) con la firma de los estrategas James T. Laney –embajador
en Seúl de 1993 a 1997, hoy miembro del Consejo de Relaciones Internacionales–
y Jason Shaplen –asesor en desarrollo energético de Corea del Sur,
de 1995 a 1999, del mismo organismo. La nueva crisis “data de diciembre,
cuando Norcorea decidió reiniciar el programa de plutonio en Yongbyon.
Eso involucra instalaciones y procesos aptos para fabricar armas nucleares”.

Pero las cosas no empiezan ahí, sino en el público reconocimiento
(en octubre) de que el país también tiene un programa de uranio
sobreenriquecido, U-238+. A este anunció siguió una novedad externa:
Estados Unidos y Corea del Sur mostraban criterios diferentes en cuanto a cómo
reaccionar al respecto.

Sin embargo, los expertos recuerdan que no todo era negativo. “Antes de
las revelaciones de octubre, en efecto, Norcorea había adoptado una serie
de iniciativas positivas, diametralmente opuestas a los traumáticos anuncios.
Entre ellas, un encuentro sorpresivo –en julio– del canciller Paek
Nam Sun con Colin Powell, secretario de Estado, una invitación a que
una delegación norteamericana visitase Pyongyang, nuevas conversaciones
de alto nivel entre ambas Corea, el acuerdo para restablecer vínculos
viales y ferroviarios, el retiro de minas (zona desmilitarizada) en anchos corredores
a los costados de ambas conexiones, planes de reforma económica y reanudación
de contactos con Japón”. Poco después, el primer ministro
Junichiro Koizumi se reunió con su colega norcoreano.

Esas iniciativas constituyeron las señales más promisorias de
cambio en décadas. “Sea por voluntad, sea por necesidad, Pyongyang
parecía finalmente tener en cuenta viejas inquietudes de Estados Unidos,
Surcorea, Japón, China y Rusia”. Además, por vez primera
los norcoreanos no trataban de jugar a Washington, Seúl y Tokio una contra
otra, y se dirigían a las tres juntas.

Uranio enriquecido

Eso se cortó súbitamente en octubre, cuando Pyongyang admitió
su programa de uranio, hasta ese momento un secreto a voces, en un gesto por
demás antidiplomático. Acto seguido, Norcorea ofreció detener
esa actividad a cambio de un pacto de no agresión con Estados Unidos.
Al principio, éste se negó redondamente al diálogo, a menos
que el programa de U-238+ fuese desechado por completo. En noviembre Washington
fue más allá y declaró que Pyongyang había violado
el entendimiento de 1994 y varios compromisos de no proliferación atómica.
A la sazón, ese entendimiento había congelado el proyecto plutonio
–un reactor experimental de cinco megavatios y dos más grandes en
construcción–, lo cual evitó una catástrofe bélica
en la Península.

Amén de rechazar la contrapropuesta norcoreana, Estados Unidos detuvo
los envíos de combustible subsidiados. En ese punto, la mayoría
de sus aliados en la región aplicaron presiones y Norcorea respondió
anunciando la reapertura de Yongbyon. No paró ahí sino que, el
31 de diciembre, manifestó la intención de reactivar en febrero
su componente clave, la planta de reprocesamiento. Ese día, expulsó
a los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica
(AIEA) y, el 9 de enero, decidió retirarse del tratado internacional
de no proliferación nuclear

Si bien Washington finalmente accedió a nuevas conversaciones, la situación
parecía empeorar día a día (por ejemplo, lanzamiento de
proyectiles en el mar del Japón y amenazas de alcanzar territorio norteamericano,
probablemente las islas Marianas). “Depende de cómo se resuelva,
el impasse actual –señala Foreign Affairs– puede ser positivo
o desembocar en una crisis peor que la de 1994”.

En la visión de Laney y Shaplen, “lo más sensato sería
que los principales interesados externos –Estados Unidos, China, Japón,
Rusia– garanticen conjuntamente la integridad y la seguridad de la Península
entera. Pero, además, debieran insistir en que Norcorea abandone su programa
de armas nucleares antes de ofrecerle incentivos. Una vez que ello haya sucedido
y sea verificado en inspecciones tan detalladas como regulares, podría
instrumentarse un acuerdo general. Este pacto incluiría amplias reformas,
aumento de ayuda e inversiones y, eventualmente, una confederación coreana”.

Un póquer de alto riesgo

Existen dos explicaciones plausibles para el súbito reconocimiento,
en octubre, del programa de uranio enriquecido. A poco de asumir la presidencia,
George W. Bush se declaró proclive a mayor dureza con Norcorea y calificó
de “blanda” la política de William F. Clinton. A instancias
de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, el apoyo al entendimiento de 1994
fue tibio, para usar un eufemismo. “El nuevo gobierno lo consideraba una
forma de chantaje impuesto a su antecesor. No obstante, tras un largo y detenido
análisis en 2001 –apuntan los estrategas–, no se encontraron
motivos ni justificaciones para abandonar ese convenio, mientras no apareciera
algo mejor a mano”.

Anticipándose al aislamiento, Pyongyang optó por jugar las últimas
cartas en tan difícil partida y transmitió a Washington este terso
mensaje: “Vemos que, pese a todo cuanto hicimos en los últimos meses,
ustedes pretenden desentenderse del asunto. Entonces admitimos el programa U-238+.
¿No quieren seguir negociando? Muy bien, pero no podrán ignorar
a una potencia nuclear y, en el futuro, volverán a la mesa”.
La otra hipótesis es que Norcorea simplemente calculó mal e hizo
presunciones basadas en una situación contemporánea con Tokio
(reconocimiento de haber secuestrado japoneses muchos años antes). La
jugada de Kim, al blanquear ese episodio del pasado –también en
octubre–, buscaba promover contactos entre ambos países. Le resultó.
Pero fracasó con el uranio en el caso norteamericano.

En las semanas posteriores a la admisión nuclear, Estados Unidos dejó
en claro que no veía factible una solución militar a la nueva
crisis en la Península (sólo falta explicar por qué la
ejerció en Irak). Descartada una blitzkrieg, quedaban tres opciones:
aislamiento, contención y negociaciones.

“La primera –sintetiza Foreign Affairs– promovería el
colapso del norte, pero no encararía la amenaza atómica. La contención
se manifestaría en presiones económicas que agotarían al
país y castigarían al régimen, dejando una puerta abierta
a futuras conversaciones. Esta variable tampoco encararía el problema
del uranio enriquecido, aunque pudiera congelar –por falta de fondos–
el programa plutonio. Por supuesto, la tercera vía (negociaciones) encararía
la cuestión nuclear a fondo, pero los halcones de Washington la considerarían
un premio a la mala conducta.

¿No hay mal que por bien no venga?

Muchos analistas, funcionarios y asesores en Washington, sea cual fuese
su postura, sostienen que “las confesiones de Pyongyang sobre uranio y
plutonio prueban que la política negociadora de Clinton fue un error.
Sus resultados demostrarían que acceder al chantaje lleva a nuevos chantajes.

“Eso constituye una sobresimplificación. En 1994 –apuntan los
dos expertos–, Estados Unidos estaba al borde de una guerra con Norcorea.
Había aumentado fuerzas y proyectiles Patriot en el teatro de operaciones,
mientras planeaba ataques concretos. Incluso se contemplaba la evacuación
de civiles norteamericanos. Pese a sus grandes defectos, el entendimiento era
la mejor solución posible en un momento mucho menos que ideal. Siguió
siéndolo por varios años”.

Por cierto, evitó un desastre cuyos alcances eran difíciles de
prever. En lugar de una guerra –el general Gary Luck, comandante en Surcorea,
estimó un millón de bajas, entre ellas 80.000 a 100.000 soldados
norteamericanos–, el Asia nororiental tuvo ocho años de estabilidad,
cuyos beneficios desbordaron en mucho la mera seguridad. En 1994, el producto
bruto interno surcoreano equivalía a US$ 258.000 millones y en 2002,
aun tras la violenta contracción en la crisis de 1997-8, llegaba a US$
436.000 millones (+69%). China ha experimentado un crecimiento aun más
explosivo. Gran parte de ambos fenómenos habría sido frustrada
por una guerra en la Península. No tan larga como la de 1950-3, pero
seguramente más letal.

En aquellos tiempos, por otra parte, Kim Jong Il acababa de suceder a su difunto
padre, Kim Il Sung. Considerado débil y mentalmente inestable, su escaso
apoyo interno le auguraba apenas algunos meses antes de ser eliminado. Hoy,
es el único poder real en el país y ha establecido relaciones
diplomáticas con docenas de estados, incluso muchos de los mejores aliados
de Estados Unidos en la Otan. Esto lo coloca en mejor posición negociadora
que la de 1994.

Por su parte, en esa época, “Estados Unidos no podía contar
con el apoyo explícito de Rusia ni de China. En la actualidad, al menos
hasta la invasión de Irak –explica la revista–, no le costaría
gestionar respaldo básico, aunque no carta blanca, de ambos. En rigor,
hace tres meses Beijing y Moscú emitieron una declaración conjunta
en favor de mantener a toda la península coreana como área de
no proliferación de armas de destrucción masiva”.

Otra ventaja lograda por el respiro obtenido en 1994 es la dependencia económica
del norte respecto del sur. Hoy, Seúl es el primer proveedor ostensible
de ayuda y el segundo socio comercial de Pyongyang. Combinados con el colapso
económico –hambrunas inclusive–, esos vínculos pesan
para que Pyongyang no desee una crisis como la de entonces. Aunque a escala
económica mucho menor, la situación muestra similitudes con la
existente entre China y Taiwán.

Un nudo gordiano

Sin duda, la decisión de reanudar el programa plutonio plantea una
amenaza tan crítica como inmediata. Antes de suspenderse en 1994 y según
casi todos los expertos –entre ellos, Shapley y Laney–, ya se habían
producido barras suficientes para una o dos ojivas nucleares. Una vez en plena
operación, el reactor de 5 Mv generará plutonio suficiente para
una o dos ojivas adicionales. Pero, si Norcorea efectivamente ha reabierto en
febrero las instalaciones procesadoras, le bastarán cinco meses para
tratar todo el fluido usado y sacarle plutonio suficiente para cuatro o cinco
ojivas más. Eso llevaría el arsenal a entre cinco y siete ojivas
hacia fines de julio. No mucho más tarde, dispondrá de plutonio
para dos más.

Pese a todo, se supone que toda crisis equivale a una oportunidad y ésta
no tiene por qué ser la excepción. Esencialmente, dejando a un
lado la política, la “confesión” norcoreana le permite
a Estados Unidos archivar el entendimiento de 1994 y proponer mecanismos más
adecuados, que frenen el programa plutonio y el armado de proyectiles con ojivas
nucleares.

Lo anterior requiere iniciativas atractivas. “Quienes creen que pueden
agotar a Pyongyang por aislamiento o bloqueo económico, olvidan que los
norcoreanos han soportado varios años de privaciones y hambre que, en
otros países, habrían causado implosiones o explosiones sociales
devastadoras”, recuerdan los analistas. “Insultados, provocados o
amenazados, no hesitarán en marchar a la guerra santa. Quince siglos
de resistir chinos, mongoles, manchúes y japoneses no han sido en vano”.

Además, Pyongyang llevaría las de ganar si todos juegan al tiempo.
Aunque China pudiera apoyar inicialmente presiones económicas, no querrá
afrontar una migración masiva de hambrientos cruzando el Yalú,
si Norcorea se derrumba. De última, permitirá abastecimientos
indispensables, con o sin sanciones. Tampoco Surcorea soportará las presiones
de sus compatriotas, máxime con un gobierno proclive a la apertura y
la reconciliación.

¿Cómo cortará Washington el nudo gordiano? En esencia,
sostienen los estrategas, “asegurándole seguridad al norte, pero
sin premiarlo por mala conducta. Esto exige que las potencias interesadas (Estados
Unidos, Rusia, China, Japón) ofrezcan garantías conjuntas para
toda la Península”. Pero, ahora, el problema clave es saber si Bush
y su equipo captan la situación y son capaces de afrontarla sin llegar
al extremo encarnado en Irak.

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