En general, observa el analista Edward Porter, “las economías menos prósperas solventan una de las manías de consumo más extravagantes y costosas en la historia del capitalismo. De 1996 a 2004, el déficit de cuenta corriente en la balanza de pagos externos –incluye comercio, intereses netos y dividendos- creció de US$120.000 a 666.000 millones; o sea, 455,5%”.
¿Cómo se financia ese agujero? Pues con fondos provenientes de lo que el FMI llama “mercados emergentes” o “países en desarrollo”. Ambos son eufemismos por economías subdesarrolladas y periféricas, cuyas poblaciones son mayormente pobres, no invierten en bolsa ni se endeudan con tarjetitas de plástico. “Al frente aparece China –apunta el experto-, cuyo producto bruto por habitante fue apenas US$1.300 el año pasado. O sea, un trigésimo del norteamericano”.
Otros son Rusia (una economía semiindustrial, cuyo PB por persona era US$4.100) e India, donde el PB per cápita apenas llegaba a US$600. Eso no obsta para que se haya desarrollado un “culto indio” –no los de Shiva o Vishnú, sino el de la terceración virtuosa-, promovido por gurúes, managers y hasta libros de autoyuda.
No es accidental que las cuentas corrientes de países “en desarrollo” hayan pasado del déficit (US$88.000 millones en 1996) a un llamativo superávit (US$336.000 millones en 2004). Vale decir, un cambio de 424.000 millones en nueve años. Tampoco lo es que el monto positivo cubra cuatro quintos del aumento del saldo negativo estadounidense.
Esta tendencia, claro, preocupa en Washington. Antes de ser nombrado asesor económico principal de George W. Bush, Benjamin Bernanke (eminencia gris de Alan Greenspan) veía el fenómeno con inquietud: “Una de las razones por las cuales el déficit externo se agrava, es el cambio sustancial en las cuentas corrientes de países en desarrollo o emergentes. Este desplazamiento los convirtió de tomadores netos a proveedores netos de capital en el mundo”.
Los fondos originados en economías menos desarrolladas (y más pobres), señalaba Bernanke en abril “acentuaron el rojo de pagos en Estados Unidos. A medida que crecían, esos flujos inflaron -en primer lugar- las acciones, luego promovieron el consumo y el gasto de todo tipo, aunque también las inversiones. Al frenarse la repreciación bursátil, la liquidez exógena pasaba al mercado de bonos, fomentaba el endeudamiento del público y una burbuja inmobiliaria”.
Bernanke y otros difusores del “fundamentalismo optimista” –versión económica del unilateralismo geopolítico prevalente en el gobierno Bush- arguyen que, después de todo, Estados Unidos capta esos fondos, no los roba. “En todo caso –afirma el ex director de la Reserva Federal-, los países en desarrollo colocan su dinero voluntariamente en papeles norteamericanos”.
Pero Porter desconfía de esa versión rosa. Para empezar, hasta la sapiencia convencional (o sea, el monetarismo neoclásico en sus formas más triviales) sugiere que los fluijos de capitales debieran marchar en dirección contraria. Las economías industriales ricas, donde sobran los bienes de capital para trabajar –tecnología, plantas avanzadas, redes informáticas-, “debieran invertir en países donde sobra mano de obra, pero falta capital de trabajo”.
Entonces ¿qué está pasando? Los esfuerzos de China y economías similares para impedir que sus monedas se reprecien ante el dólar, ayudan a explicar por qué los flujos de fondos –esencialmente, entre Estados Unidos y el resto del mundo- desafían la fórmula ortodoxa. Pero hay otras fuerzas en juego. El alza del petróleo, por ejemplo, ha generado ganancias a países como Nigeria, Rusia, Saudiarabia e Irán, que las han convertido en activos o posiciones en dólares. Pero, supone Porter, “hay un factor más relevante: tener superávit en balanza de pagos es cuestión de autodefensa para el mundo en desarrollo”.
Entonces, varias economías pobres, que solían tomar dinero en mercados centrales, hoy lo prestan. En buena medida, “porque en la fase anterior eran golpeadas por crisis sistémicas internacionales”. Empezando por el cese de pagos mexicano de 1994 (cuyo precedente suele ignorarse: la crisis de pagos de 1982) y siguiendo con la crisis de 1997-8 iniciada en el sudeste asiático, la devaluación brasileña en 1999 y el cese de pagos argentinos en 2001.
Porter subraya esos casos en relación con las fugas de capitales a gran escala y la contracción económica que generaron (a menudo, por errores de diagnóstico y recetas inadecuadas que aplicaba el Fondo Monetario). En otras palabras, los países en desarrollo que ahora “invierten” en activos estadounidenses no actúan por libre albedrío, sino escaldados por duras ordalías. Pero hay otro detalle curioso: China, uno de los principales tomadores de activos en dólares, no pasó por esas experiencias…
Como parece natural, los países castigados por crisis propias o ajenas adoptaron medidas para prevenir o manejar futuros choques. Se ajustaron el cinturón, estimularon exportaciones y restringieron importaciones, para lo cual –desdeñando el recetario convencional o desechando aperturas- hicieron un uso proactivo de paridades cambiarias y tasas de interés. Algunos, como México o la Argentina, redujeron la inversión interna y pagaron deudas.
Las economías en desarrollo más voluminosas (China, Rusia, India) han podido amasar considerables reservas externas. En Moscú, subieron de US$18.000 millones (a fines de 1997) a 124.000 millones terminando 2004. En similar lapso, las tenencias indias se fueron de US$24.000 a 126.000 millones. Según un informe del Institute for International Finance –en realidad, un lobby de bancas de inversión y fondos buitres-, sólo durante el año anterior las reservas internacionales del mundo en desarrollo crecieron casi US$400.000 millones.
En el fondo, esa peculiar conjunción de factores seguirá siendo coyuntural. Pero, al prolongarse, sus beneficiarios (Washington) y teóricos ocasionales (Porter, Bernanke, Guillermo Calvo) pueden tentarse y suponerla estructural. Esto es, un orden de cosas “natural” que, por casualidad, beneficia al primer derrochador del planeta. Ahora bien, ¿qué pasaría si se deteriorasen las relaciones Estados Unidos-China y ésta saliera a vender bonos del Tesoro? Algunos dirán que es una hipótesis poco viable. Pero, ¿acaso no lo eran también el fracaso institucional de la Unión Europea y el eclipse del euro?…
En general, observa el analista Edward Porter, “las economías menos prósperas solventan una de las manías de consumo más extravagantes y costosas en la historia del capitalismo. De 1996 a 2004, el déficit de cuenta corriente en la balanza de pagos externos –incluye comercio, intereses netos y dividendos- creció de US$120.000 a 666.000 millones; o sea, 455,5%”.
¿Cómo se financia ese agujero? Pues con fondos provenientes de lo que el FMI llama “mercados emergentes” o “países en desarrollo”. Ambos son eufemismos por economías subdesarrolladas y periféricas, cuyas poblaciones son mayormente pobres, no invierten en bolsa ni se endeudan con tarjetitas de plástico. “Al frente aparece China –apunta el experto-, cuyo producto bruto por habitante fue apenas US$1.300 el año pasado. O sea, un trigésimo del norteamericano”.
Otros son Rusia (una economía semiindustrial, cuyo PB por persona era US$4.100) e India, donde el PB per cápita apenas llegaba a US$600. Eso no obsta para que se haya desarrollado un “culto indio” –no los de Shiva o Vishnú, sino el de la terceración virtuosa-, promovido por gurúes, managers y hasta libros de autoyuda.
No es accidental que las cuentas corrientes de países “en desarrollo” hayan pasado del déficit (US$88.000 millones en 1996) a un llamativo superávit (US$336.000 millones en 2004). Vale decir, un cambio de 424.000 millones en nueve años. Tampoco lo es que el monto positivo cubra cuatro quintos del aumento del saldo negativo estadounidense.
Esta tendencia, claro, preocupa en Washington. Antes de ser nombrado asesor económico principal de George W. Bush, Benjamin Bernanke (eminencia gris de Alan Greenspan) veía el fenómeno con inquietud: “Una de las razones por las cuales el déficit externo se agrava, es el cambio sustancial en las cuentas corrientes de países en desarrollo o emergentes. Este desplazamiento los convirtió de tomadores netos a proveedores netos de capital en el mundo”.
Los fondos originados en economías menos desarrolladas (y más pobres), señalaba Bernanke en abril “acentuaron el rojo de pagos en Estados Unidos. A medida que crecían, esos flujos inflaron -en primer lugar- las acciones, luego promovieron el consumo y el gasto de todo tipo, aunque también las inversiones. Al frenarse la repreciación bursátil, la liquidez exógena pasaba al mercado de bonos, fomentaba el endeudamiento del público y una burbuja inmobiliaria”.
Bernanke y otros difusores del “fundamentalismo optimista” –versión económica del unilateralismo geopolítico prevalente en el gobierno Bush- arguyen que, después de todo, Estados Unidos capta esos fondos, no los roba. “En todo caso –afirma el ex director de la Reserva Federal-, los países en desarrollo colocan su dinero voluntariamente en papeles norteamericanos”.
Pero Porter desconfía de esa versión rosa. Para empezar, hasta la sapiencia convencional (o sea, el monetarismo neoclásico en sus formas más triviales) sugiere que los fluijos de capitales debieran marchar en dirección contraria. Las economías industriales ricas, donde sobran los bienes de capital para trabajar –tecnología, plantas avanzadas, redes informáticas-, “debieran invertir en países donde sobra mano de obra, pero falta capital de trabajo”.
Entonces ¿qué está pasando? Los esfuerzos de China y economías similares para impedir que sus monedas se reprecien ante el dólar, ayudan a explicar por qué los flujos de fondos –esencialmente, entre Estados Unidos y el resto del mundo- desafían la fórmula ortodoxa. Pero hay otras fuerzas en juego. El alza del petróleo, por ejemplo, ha generado ganancias a países como Nigeria, Rusia, Saudiarabia e Irán, que las han convertido en activos o posiciones en dólares. Pero, supone Porter, “hay un factor más relevante: tener superávit en balanza de pagos es cuestión de autodefensa para el mundo en desarrollo”.
Entonces, varias economías pobres, que solían tomar dinero en mercados centrales, hoy lo prestan. En buena medida, “porque en la fase anterior eran golpeadas por crisis sistémicas internacionales”. Empezando por el cese de pagos mexicano de 1994 (cuyo precedente suele ignorarse: la crisis de pagos de 1982) y siguiendo con la crisis de 1997-8 iniciada en el sudeste asiático, la devaluación brasileña en 1999 y el cese de pagos argentinos en 2001.
Porter subraya esos casos en relación con las fugas de capitales a gran escala y la contracción económica que generaron (a menudo, por errores de diagnóstico y recetas inadecuadas que aplicaba el Fondo Monetario). En otras palabras, los países en desarrollo que ahora “invierten” en activos estadounidenses no actúan por libre albedrío, sino escaldados por duras ordalías. Pero hay otro detalle curioso: China, uno de los principales tomadores de activos en dólares, no pasó por esas experiencias…
Como parece natural, los países castigados por crisis propias o ajenas adoptaron medidas para prevenir o manejar futuros choques. Se ajustaron el cinturón, estimularon exportaciones y restringieron importaciones, para lo cual –desdeñando el recetario convencional o desechando aperturas- hicieron un uso proactivo de paridades cambiarias y tasas de interés. Algunos, como México o la Argentina, redujeron la inversión interna y pagaron deudas.
Las economías en desarrollo más voluminosas (China, Rusia, India) han podido amasar considerables reservas externas. En Moscú, subieron de US$18.000 millones (a fines de 1997) a 124.000 millones terminando 2004. En similar lapso, las tenencias indias se fueron de US$24.000 a 126.000 millones. Según un informe del Institute for International Finance –en realidad, un lobby de bancas de inversión y fondos buitres-, sólo durante el año anterior las reservas internacionales del mundo en desarrollo crecieron casi US$400.000 millones.
En el fondo, esa peculiar conjunción de factores seguirá siendo coyuntural. Pero, al prolongarse, sus beneficiarios (Washington) y teóricos ocasionales (Porter, Bernanke, Guillermo Calvo) pueden tentarse y suponerla estructural. Esto es, un orden de cosas “natural” que, por casualidad, beneficia al primer derrochador del planeta. Ahora bien, ¿qué pasaría si se deteriorasen las relaciones Estados Unidos-China y ésta saliera a vender bonos del Tesoro? Algunos dirán que es una hipótesis poco viable. Pero, ¿acaso no lo eran también el fracaso institucional de la Unión Europea y el eclipse del euro?…