Combustibles ¿rumbo a otra clase de sacudón global?

Combustibles ¿rumbo a otra clase de sacudón global?

24 febrero, 2005

No es fácil saber cuánto vale (no “cuesta”) el barril de crudos. El mercado ha ido de US$ 10 en 1998 al pico nominal de 55,22 en octubre último y, ahora, repunta a más de 50. Bin Laden tiene cálculo propio, US$ 144, lanzado hace pocos años.

La cifra de Osama surgió durante una diatriba donde acusaba a Estados Unidos de usar su presencia militar en Saudiarabia para mantener bajos los precios de hidrocarburos. Su estimación partía del récord (US$ 37) registrado en 1981, en la segunda crisis petrolera de posguerra, traducido a dólares corrientes. De hecho, hace algunos meses varios expertos en Occidente señalaban que, para repetir ese máximo a dólares actuales, el nivel debiera oscilare alrededor de US$ 115.

Al Qa’eda expresa intereses creados: los del clan yemenita bin Laden (emparentado con la “nobleza” wajabí árabe), que pretende desalojar del poder a la dinastía saudí. Por otra parte, existen viejos nexos entre el clan y la familia Bush, via un emprendimiento conjunto en Jeddá. En suma, al Qa’eda –una organización terrorista poco dada a temas religiosos- no quiere acabar con la industria petrolera, sino apoderarse de ella junto con el trono de Riyadh. Si es posible, copando también feudos vecinos al sur y al sudeste.

Denunciando “el mayor robo de la historia”, Osama sostenía por entonces que Washington era responsable de US$ 36.000 millones en “ingresos perdidos a causa de precios muy bajos”. En diciembre de 2004, el jefe faccioso volvió sobre el tema y erizó a los expertos en seguridad petrolera anunciando ataques a la infraestructura productiva saudí.

El gesto empalmaba con una presunción de los propios especialistas en la materia, anterior al 11 de septiembre de 2001: si algún grupo armado tomase yacimientos árabes, EE.UU. enviaría tropas para desalojarlo o exterminarlo. En realidad, ése era el objeto tras la primera guerra del Golfo (1990/1) pero, ahora, los terroristas disponen de amplio arsenal y financiamiento. Como demuestra la interminable “II guerra”, los riesgos petroleros siguen en primer plano y la capacidad militar norteamericana tiene límites.

Irónicamente, el triunfo de los shi’íes en elecciones correctas y su consiguiente alianza con los kurdos mejoran las perspectivas petroleras en Irak. Especialmente, si prospera el eje Irán-Siria-Irak y se quiebra la férula anglonorteamericana sobre los hidrocarburos iraquíes.

Al margen de todo eso, el mundo quizá se acerque a otro tipo de crisis. Esta vez no cifrado en escasez en corto plazo de combustibles fósiles, sino en su concentración en Levante. Salvo una gran sorpresa en la Comunidad de Estados Independientes (ex Unión Soviética), no existen hoy opciones en cuanto a reservas cubicadas o previsibles. Tampoco las hay para la escasez de existencias estratégicas en manos de países consumidores, dentro o fuera del “primer mundo”.

Por ende, los riesgos de crisis siguen en pie. En lo que respecta a respuestas a mediano o largo plazo, los responsables de políticas parece limitados a tres opciones: tomar la cosa con calma, reducir extracción o promover la bicicleta.

Naturalmente, Saudiarabia insiste en que mantendrá suficiente exceso de capacidad productiva para prevenir crisis en el mercado. A su vez, British Petroleum –veterana en estos asuntos- sostiene que, por más fundamentalista o autoritario que sea un régimen, siempre precisará fondos para atender a la población. Máxime en feudos como el saudí, incapaz de evolucionar (acaban de demostrarlo las grotescas elecciones municipales).

Entre quienes se toman las cosas con calma, el lema es “seguir bombeando”. Por ejemplo, George W.Bush y su colega noruego tratan de promover la extracción en el Ártico, pese a los severos riesgos ecológicos. La Casa Blanca, de hecho, está buscando hiatos jurídicos para lanzarse sobre Alaska, pretextando la necesidad de fuentes alejadas de áreas inseguras.

Pero pozos y ductos en el extremo noreste de la América septentrional serían casi indefendibles contra grupos terroristas como Al Qa’eda, que posee proyectiles de notable alcance y dispone de una base potencial sin parangones: Groenlandia y el archipiélago ártico canadiense.

Además, el verdadero problema de EE.UU. es otro: consume 25% de los hidrocarburos producidos en el planeta, pero sólo le queda 3% de las reservas conocidas. Pasarle por encima al polo norte no logrará la “autonomía petrolera” del gigante, ni mucho menos.

El ahorro y la conservación de fuentes es tabú para los neoconservadores, en particular los vinculados al negocio o a los viejos, que no sufrirán ese futuro que tantos expertos auguran. En 2002, por ejemplo, el vicepresidente y neurona de Bush, Richard Cheney decía: “Ahorrar energía puede ser signo de virtud personal, pero no sirve como base de una política, pues implica menos calefacción, luz y movibilidad”.

Claro, Cheney podía haber agregado que, por el contrario, hacen falta políticas que mejoren la eficiencia y eliminen subsidios que distorsionan mercados. No lo hizo porque su firma, Halliburton, vive del petróleo (y los generosos contratos militares).

Por cierto, la seguridad energética norteamericana aumentaría si también lo hiciesen los impuestos sobre hidrocarburos, absurdamente exiguos. Por ejemplo, una paulatina eliminación de gravámenes sobre carbón y combustibles alternativos -aun sin elevar los aplicados a naftas- transmitiría una clara señal a empresas y consumidores.

Semejante política –que, tarde o temprano, cualquier sucesor de Bush deberá adoptar- también estimularía la innovación y las inversiones en energía limpia. En este momento, por de pronto, las células de hidrógeno ya ofrecen una forma de ir más allá del petróleo y el motor de combustión interna. Si esta tecnología avanza, será el comienzo del fin para la OPEP, los señores feudales y los grupos petroleros que la sostienen.

De paso, limitará la acción y la influencia de los grupos terroristas, por simple falta de objetivos geográficamente concretos. En efecto, las formas alternativas de energía pueden generarse en cualquiera parte y de cualquier fuente primaria fácilmente accesible. Pero estas cosas podrían interesar a Henry Kissinger o Zbigniew Brzezinski, nunca a Cheney ni a Donald Rumsfeld. Mucho menos, a los hermanos Bush.

No es fácil saber cuánto vale (no “cuesta”) el barril de crudos. El mercado ha ido de US$ 10 en 1998 al pico nominal de 55,22 en octubre último y, ahora, repunta a más de 50. Bin Laden tiene cálculo propio, US$ 144, lanzado hace pocos años.

La cifra de Osama surgió durante una diatriba donde acusaba a Estados Unidos de usar su presencia militar en Saudiarabia para mantener bajos los precios de hidrocarburos. Su estimación partía del récord (US$ 37) registrado en 1981, en la segunda crisis petrolera de posguerra, traducido a dólares corrientes. De hecho, hace algunos meses varios expertos en Occidente señalaban que, para repetir ese máximo a dólares actuales, el nivel debiera oscilare alrededor de US$ 115.

Al Qa’eda expresa intereses creados: los del clan yemenita bin Laden (emparentado con la “nobleza” wajabí árabe), que pretende desalojar del poder a la dinastía saudí. Por otra parte, existen viejos nexos entre el clan y la familia Bush, via un emprendimiento conjunto en Jeddá. En suma, al Qa’eda –una organización terrorista poco dada a temas religiosos- no quiere acabar con la industria petrolera, sino apoderarse de ella junto con el trono de Riyadh. Si es posible, copando también feudos vecinos al sur y al sudeste.

Denunciando “el mayor robo de la historia”, Osama sostenía por entonces que Washington era responsable de US$ 36.000 millones en “ingresos perdidos a causa de precios muy bajos”. En diciembre de 2004, el jefe faccioso volvió sobre el tema y erizó a los expertos en seguridad petrolera anunciando ataques a la infraestructura productiva saudí.

El gesto empalmaba con una presunción de los propios especialistas en la materia, anterior al 11 de septiembre de 2001: si algún grupo armado tomase yacimientos árabes, EE.UU. enviaría tropas para desalojarlo o exterminarlo. En realidad, ése era el objeto tras la primera guerra del Golfo (1990/1) pero, ahora, los terroristas disponen de amplio arsenal y financiamiento. Como demuestra la interminable “II guerra”, los riesgos petroleros siguen en primer plano y la capacidad militar norteamericana tiene límites.

Irónicamente, el triunfo de los shi’íes en elecciones correctas y su consiguiente alianza con los kurdos mejoran las perspectivas petroleras en Irak. Especialmente, si prospera el eje Irán-Siria-Irak y se quiebra la férula anglonorteamericana sobre los hidrocarburos iraquíes.

Al margen de todo eso, el mundo quizá se acerque a otro tipo de crisis. Esta vez no cifrado en escasez en corto plazo de combustibles fósiles, sino en su concentración en Levante. Salvo una gran sorpresa en la Comunidad de Estados Independientes (ex Unión Soviética), no existen hoy opciones en cuanto a reservas cubicadas o previsibles. Tampoco las hay para la escasez de existencias estratégicas en manos de países consumidores, dentro o fuera del “primer mundo”.

Por ende, los riesgos de crisis siguen en pie. En lo que respecta a respuestas a mediano o largo plazo, los responsables de políticas parece limitados a tres opciones: tomar la cosa con calma, reducir extracción o promover la bicicleta.

Naturalmente, Saudiarabia insiste en que mantendrá suficiente exceso de capacidad productiva para prevenir crisis en el mercado. A su vez, British Petroleum –veterana en estos asuntos- sostiene que, por más fundamentalista o autoritario que sea un régimen, siempre precisará fondos para atender a la población. Máxime en feudos como el saudí, incapaz de evolucionar (acaban de demostrarlo las grotescas elecciones municipales).

Entre quienes se toman las cosas con calma, el lema es “seguir bombeando”. Por ejemplo, George W.Bush y su colega noruego tratan de promover la extracción en el Ártico, pese a los severos riesgos ecológicos. La Casa Blanca, de hecho, está buscando hiatos jurídicos para lanzarse sobre Alaska, pretextando la necesidad de fuentes alejadas de áreas inseguras.

Pero pozos y ductos en el extremo noreste de la América septentrional serían casi indefendibles contra grupos terroristas como Al Qa’eda, que posee proyectiles de notable alcance y dispone de una base potencial sin parangones: Groenlandia y el archipiélago ártico canadiense.

Además, el verdadero problema de EE.UU. es otro: consume 25% de los hidrocarburos producidos en el planeta, pero sólo le queda 3% de las reservas conocidas. Pasarle por encima al polo norte no logrará la “autonomía petrolera” del gigante, ni mucho menos.

El ahorro y la conservación de fuentes es tabú para los neoconservadores, en particular los vinculados al negocio o a los viejos, que no sufrirán ese futuro que tantos expertos auguran. En 2002, por ejemplo, el vicepresidente y neurona de Bush, Richard Cheney decía: “Ahorrar energía puede ser signo de virtud personal, pero no sirve como base de una política, pues implica menos calefacción, luz y movibilidad”.

Claro, Cheney podía haber agregado que, por el contrario, hacen falta políticas que mejoren la eficiencia y eliminen subsidios que distorsionan mercados. No lo hizo porque su firma, Halliburton, vive del petróleo (y los generosos contratos militares).

Por cierto, la seguridad energética norteamericana aumentaría si también lo hiciesen los impuestos sobre hidrocarburos, absurdamente exiguos. Por ejemplo, una paulatina eliminación de gravámenes sobre carbón y combustibles alternativos -aun sin elevar los aplicados a naftas- transmitiría una clara señal a empresas y consumidores.

Semejante política –que, tarde o temprano, cualquier sucesor de Bush deberá adoptar- también estimularía la innovación y las inversiones en energía limpia. En este momento, por de pronto, las células de hidrógeno ya ofrecen una forma de ir más allá del petróleo y el motor de combustión interna. Si esta tecnología avanza, será el comienzo del fin para la OPEP, los señores feudales y los grupos petroleros que la sostienen.

De paso, limitará la acción y la influencia de los grupos terroristas, por simple falta de objetivos geográficamente concretos. En efecto, las formas alternativas de energía pueden generarse en cualquiera parte y de cualquier fuente primaria fácilmente accesible. Pero estas cosas podrían interesar a Henry Kissinger o Zbigniew Brzezinski, nunca a Cheney ni a Donald Rumsfeld. Mucho menos, a los hermanos Bush.

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