Clima mundial de crisis, como hace poco más de veinte años

En septiembre de 1985, las potencias se reunían para evitar que el mundo acabase en un desastre económico y financiero. La actual situación de Estados Unidos muestra demasiados paralelos y quizás exija medidas tan drásticas como entonces.

20 diciembre, 2004

George W.Bush inicia el segundo mandato afrontando una situación fiscal y cambiaria con bastantes rasgos de la que caracterizó al momento simétrico de Ronald Reagan. Imperaban déficit saturados en cuentas públicas, récords en el rojo comercial y el de pagos externos, alza exponencial del endeudamiento y paridades fuera de control.

En 1985, el gobierno logró evitar una tormenta fenomenal. Por entonces, el alto déficit fiscal y las consiguientes tasas inflaban el precio exterior del dólar y generaban una brecha negativa en la balanza comercial. No obstante, hacia 1989, el dólar había caído 50% ante el yen y 40% ante el marco alemán, sin desatar una inflación desorbitada. El déficit en cuenta corriente (diferencia entre importación y exportación de bienes, servicios e invisibles) había comenzado a cerrarse.

Como componente clave en la estrategia, los ministros de Hacienda y los jefes de bancos centrales de las potencias económicas (todavía formaban el Grupo de los 5: Estados Unidos, Japón, Alemania federal, Gran Bretaña, Francia) resolvieron intervenir en los mercados cambiarios. ¿Cómo? Comprando frenéticamente marcos y yenes. La reunión –septiembre de 1985- inició un período de políticas monetarias coordinadas y “colectivizó” las discusiones fiscales, hasta entonces locales.

En tanto los apuros económicos actuales no son idénticos a los de entonces, “la coordinación ofrece un esquema que Washingtoma bien podría retomar. El segundo gobinerno de Bush –apunta Frederick Bergsten, director del Instituto de Economía Internacional- debiera optar por un camino intermedio”.

Pero, salvo para presionar a Beijing –sin resultados hasta ahora- para revaluar el yüen, el gobierno Bush no muestra interés en coordinar políticas económicas o cambiarias con otros países. Le costará “resignarse”a hacerlo mientras insista en la aventura iraquí. Por hoy, se limita a exhortarlos a que importen más y ayuden a reducir el déficit en balanza comercial. El Congreso, controlado por los republicanos más patrioteros, no se muestra proclice a tener iniciativas.

Por consiguiente, las finanzas mundiales se aferran a un equilibrio precario entre un derrochador (EE.UU.) y varios grandes atesoradores. En términos esquemáticos, Washington exporta y toma prestado, en tanto el resto presta (pero no importa mucho). Los flujos de capital son tan desequilibrados que, el último año fiscal (octubre 2003-septiembre 2004), el gobierno aspiró casi tres cuartos de los excedentes de ahorro ajenos.

Como es lógico, este estado de cosas aumenta el endeudamiento externo. A fin de 2003, el déficit financiero federal –o sea, lo adeudado al resto del planeta-ascendió a más de US$ 3 billones, casi 30% del PBI. Luego siguió creciendo. En el lapso noviembre 2003-octubre último, inversores del exterior tomaron casi US$ 885.000 millones de deuda pública y privada. Sólo en el III trimestre de este año, el rojo en cuenta corriente se elevó US$ 167.100 millones.

Eso no sería un problema tan grave si el mundo continuara prestado al ritmo que precisa la segunda economía del mundo para financiar el gasto público, las inversiones privadas y el consumo (que sólo es endeudamiento de las familias, pues casi no existe ahorro interno).

Pero es muy poco factible. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal remiso a perder el sueño por los déficit, empieza a inquietarse. Semanas atrás, ante los 19 banqueros centrales más fuerte del mundo, preguntaba: “¿hasta qué punto nuestro deficit en cuenta corriente será financiado desde afuera, sin encontrar resistencia u obligar a ajustes?”. Vale decir, ¿cuándo ese rojo empezará a espantar en serio a inversores que ya no esperarán recobrar sus fondos más un retorno razonable?

Algunos inversores y analistas financieros comienzan a preocuparse. En los últimos dos años, el dólar ha retrocedido substancialmente ante el euro, el franco suizo, la esterlin y otras monedas. No ante el yen, porque ese banco central compra dólares cada vez que bajan de 102/103 yenes. Entretanto, la inversión externa directa (IED) viene contrayéndose desde marzo.

A algunos expertos los inquieta que el temor sobre la solvencia estadounidense desencadene una corrida imparable contra el dólar, o algo peor. “Creemos que esta economía marcha a un abrupto aumento de tasas y un colapso en el precio de bonos federales”, sostiene Jeffrey Frankel (Harvard), ex miembro del consejo de asesores económicos del entonces presidente William J.Clinton. Él, Bergsten y otros estiman que hoy, como en 1985, haría falta una acuerdo general de cooperación en el G-7.

Primero, el dólar debiera declinar perceptiblemente ante el yüan y otras monedas de Asia oriental. Hasta ahora, el retroceso de la divisa referencial perturba las exportaciones de un grupo pequeño de países relevantes, pero sin afectar la paridad china ni las de otros exportadores asiáticos. Con el dóllar clavado a YR 8,28, vecinos como Japón, Taiwán y Surcorea son renuentes a permitir que sus monedas suban mucho.

Las presiones norteamericanas sobre China no han tenido éxito. Pero un planteo multilateral –garantiendo que otras monedas suban en tándem, para no perjudicar la competencia china en la zona- podría funcionar. “En la Unión Europea, Japón y Canadá, la idea cuenta con apoyo”, subraya Robert Hormats (Goldman Sachs International).

No obstante, ése y otros analistas creen que ajustar el dólar no será suficiente. Para que eso funcione, la UE y Asia oriental deben gastar más, ahorrar menos, reducir presiones exportadoras y fomentar importaciones. Pero, básicamente, debe ceder la demanda interna. Esto significa que el déficit fiscal sea recortado a bastante menos de su nivel presente (4% del PBI). De otra forma, las tasas subirán notablemente y reducirán el consumo.

Pero ¿qué puede hacer la diplomacia económica después de Irak? En los 80, el entonces G-5 tenía un sólido incentivo político para mantenerse unido: la guerra fría. Licuado el bloque soviético, los otros integrantes del grupo se muestran menos dispuestos a secundar a EE.UU. Especialmente con un presidente tan unilateral como Bush. Pesa además una contradicción: cuanto más poderoso se ve este gobierno en términos militares y geopolíticos, más débil se torna en términos económicos, fiscales y cambiarios.

Dejando de lado que China sea la verdadera clave del dólar –se da el lujo de no aceptar imposiciones estadounidenses porque puede, igual que Irán-, aun los aliados más tradicionales no acompañan las posturas de Washington. Así, la Casa Blanca quiere un yen caro en dólares, pero los japoneses no.

Además, algunas cosas son muy difíciles de compatibilizar. Empezando con la política fiscal, expuesta a presiones y grupos de interés locales, virtualmente imposibles de coordinar internacionalmente. Pesuadir al endeudado gobierno nipón a gastar más -cuando Tokio no puede siquiera hacer que el público movilice US$ 11 billones de ahorro interno- o al Banco Central Europeo a bajar tasas no es nada fácil de lograr, por más reuniones a alto nivel que se hagan.

También está la actitud de Washington. Bush, en particular –imbuido de una misión casi divina-, rehúye soluciones multilaterales. Su lista navideña de “buenos propósitos”, encabezada por la privatización de la seguridad social y una reforma tributaria (ambas orientadas a sectores de altos ingresos o grandes empresas), no deja espacio para reducir seriamente el desorbitado déficit fiscal.

George W.Bush inicia el segundo mandato afrontando una situación fiscal y cambiaria con bastantes rasgos de la que caracterizó al momento simétrico de Ronald Reagan. Imperaban déficit saturados en cuentas públicas, récords en el rojo comercial y el de pagos externos, alza exponencial del endeudamiento y paridades fuera de control.

En 1985, el gobierno logró evitar una tormenta fenomenal. Por entonces, el alto déficit fiscal y las consiguientes tasas inflaban el precio exterior del dólar y generaban una brecha negativa en la balanza comercial. No obstante, hacia 1989, el dólar había caído 50% ante el yen y 40% ante el marco alemán, sin desatar una inflación desorbitada. El déficit en cuenta corriente (diferencia entre importación y exportación de bienes, servicios e invisibles) había comenzado a cerrarse.

Como componente clave en la estrategia, los ministros de Hacienda y los jefes de bancos centrales de las potencias económicas (todavía formaban el Grupo de los 5: Estados Unidos, Japón, Alemania federal, Gran Bretaña, Francia) resolvieron intervenir en los mercados cambiarios. ¿Cómo? Comprando frenéticamente marcos y yenes. La reunión –septiembre de 1985- inició un período de políticas monetarias coordinadas y “colectivizó” las discusiones fiscales, hasta entonces locales.

En tanto los apuros económicos actuales no son idénticos a los de entonces, “la coordinación ofrece un esquema que Washingtoma bien podría retomar. El segundo gobinerno de Bush –apunta Frederick Bergsten, director del Instituto de Economía Internacional- debiera optar por un camino intermedio”.

Pero, salvo para presionar a Beijing –sin resultados hasta ahora- para revaluar el yüen, el gobierno Bush no muestra interés en coordinar políticas económicas o cambiarias con otros países. Le costará “resignarse”a hacerlo mientras insista en la aventura iraquí. Por hoy, se limita a exhortarlos a que importen más y ayuden a reducir el déficit en balanza comercial. El Congreso, controlado por los republicanos más patrioteros, no se muestra proclice a tener iniciativas.

Por consiguiente, las finanzas mundiales se aferran a un equilibrio precario entre un derrochador (EE.UU.) y varios grandes atesoradores. En términos esquemáticos, Washington exporta y toma prestado, en tanto el resto presta (pero no importa mucho). Los flujos de capital son tan desequilibrados que, el último año fiscal (octubre 2003-septiembre 2004), el gobierno aspiró casi tres cuartos de los excedentes de ahorro ajenos.

Como es lógico, este estado de cosas aumenta el endeudamiento externo. A fin de 2003, el déficit financiero federal –o sea, lo adeudado al resto del planeta-ascendió a más de US$ 3 billones, casi 30% del PBI. Luego siguió creciendo. En el lapso noviembre 2003-octubre último, inversores del exterior tomaron casi US$ 885.000 millones de deuda pública y privada. Sólo en el III trimestre de este año, el rojo en cuenta corriente se elevó US$ 167.100 millones.

Eso no sería un problema tan grave si el mundo continuara prestado al ritmo que precisa la segunda economía del mundo para financiar el gasto público, las inversiones privadas y el consumo (que sólo es endeudamiento de las familias, pues casi no existe ahorro interno).

Pero es muy poco factible. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal remiso a perder el sueño por los déficit, empieza a inquietarse. Semanas atrás, ante los 19 banqueros centrales más fuerte del mundo, preguntaba: “¿hasta qué punto nuestro deficit en cuenta corriente será financiado desde afuera, sin encontrar resistencia u obligar a ajustes?”. Vale decir, ¿cuándo ese rojo empezará a espantar en serio a inversores que ya no esperarán recobrar sus fondos más un retorno razonable?

Algunos inversores y analistas financieros comienzan a preocuparse. En los últimos dos años, el dólar ha retrocedido substancialmente ante el euro, el franco suizo, la esterlin y otras monedas. No ante el yen, porque ese banco central compra dólares cada vez que bajan de 102/103 yenes. Entretanto, la inversión externa directa (IED) viene contrayéndose desde marzo.

A algunos expertos los inquieta que el temor sobre la solvencia estadounidense desencadene una corrida imparable contra el dólar, o algo peor. “Creemos que esta economía marcha a un abrupto aumento de tasas y un colapso en el precio de bonos federales”, sostiene Jeffrey Frankel (Harvard), ex miembro del consejo de asesores económicos del entonces presidente William J.Clinton. Él, Bergsten y otros estiman que hoy, como en 1985, haría falta una acuerdo general de cooperación en el G-7.

Primero, el dólar debiera declinar perceptiblemente ante el yüan y otras monedas de Asia oriental. Hasta ahora, el retroceso de la divisa referencial perturba las exportaciones de un grupo pequeño de países relevantes, pero sin afectar la paridad china ni las de otros exportadores asiáticos. Con el dóllar clavado a YR 8,28, vecinos como Japón, Taiwán y Surcorea son renuentes a permitir que sus monedas suban mucho.

Las presiones norteamericanas sobre China no han tenido éxito. Pero un planteo multilateral –garantiendo que otras monedas suban en tándem, para no perjudicar la competencia china en la zona- podría funcionar. “En la Unión Europea, Japón y Canadá, la idea cuenta con apoyo”, subraya Robert Hormats (Goldman Sachs International).

No obstante, ése y otros analistas creen que ajustar el dólar no será suficiente. Para que eso funcione, la UE y Asia oriental deben gastar más, ahorrar menos, reducir presiones exportadoras y fomentar importaciones. Pero, básicamente, debe ceder la demanda interna. Esto significa que el déficit fiscal sea recortado a bastante menos de su nivel presente (4% del PBI). De otra forma, las tasas subirán notablemente y reducirán el consumo.

Pero ¿qué puede hacer la diplomacia económica después de Irak? En los 80, el entonces G-5 tenía un sólido incentivo político para mantenerse unido: la guerra fría. Licuado el bloque soviético, los otros integrantes del grupo se muestran menos dispuestos a secundar a EE.UU. Especialmente con un presidente tan unilateral como Bush. Pesa además una contradicción: cuanto más poderoso se ve este gobierno en términos militares y geopolíticos, más débil se torna en términos económicos, fiscales y cambiarios.

Dejando de lado que China sea la verdadera clave del dólar –se da el lujo de no aceptar imposiciones estadounidenses porque puede, igual que Irán-, aun los aliados más tradicionales no acompañan las posturas de Washington. Así, la Casa Blanca quiere un yen caro en dólares, pero los japoneses no.

Además, algunas cosas son muy difíciles de compatibilizar. Empezando con la política fiscal, expuesta a presiones y grupos de interés locales, virtualmente imposibles de coordinar internacionalmente. Pesuadir al endeudado gobierno nipón a gastar más -cuando Tokio no puede siquiera hacer que el público movilice US$ 11 billones de ahorro interno- o al Banco Central Europeo a bajar tasas no es nada fácil de lograr, por más reuniones a alto nivel que se hagan.

También está la actitud de Washington. Bush, en particular –imbuido de una misión casi divina-, rehúye soluciones multilaterales. Su lista navideña de “buenos propósitos”, encabezada por la privatización de la seguridad social y una reforma tributaria (ambas orientadas a sectores de altos ingresos o grandes empresas), no deja espacio para reducir seriamente el desorbitado déficit fiscal.

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