China: incorporarla al Grupo de los 8 parece ilusorio

Hasta la reunión del Grupo de las 8 en Georgia, parecía inevitable que –tarde o temprano- China se incorporase creando un “G9 ”. Pero, en breve lapos, el clima y las perspectivas económicas parecen haberse dado vuelta.

15 junio, 2004

Sin duda, China se ha hecho demasiado grande como para pasarla por alto. Su economía es la sexta del mundo –aunque no el producto bruto por habitante- y supera a Canadá y Rusia. Pero, claro, el primero es una democracia industrial (pertenece realmente al G7) y la segunda en una virtual autocracia que no termina de ingresar al capitalismo. China está mucho más cerca de Rusia que de Canadá, por supuesto.

Al menos hasta diciembre, Beijing estaba cuarta en volumen de comercio exterior y primera como destino de inversiones externas directas (IED), puesto del cual había desalojado a Estados Unidos en 2000. Hasta marzo, era importador principal de insumos y productos primarios, empezando por hidrocarburos. Pero, al arrancar la reunión G8, surgían ya síntomas alarmantes.

Como señalaban cinco documentos debatidos en Sea Island, se acumulan las señales de recalentamiento. En verdad, el propio gobierno chino había detectado el problema. Ahora, existe consenso generalizado en cuanto a que la economía se frenará y sólo se discute sobre si el proceso será paulatino o de golpe.

Algunos medios identificados con el mercantilismo o el monetarismo auguran ya un aterrizaje forzoso. O sea, estiman que Washington, Tokio y Beijing están equivocados: una mezcla de medidas administrativas con fuerzas del mercado no bastará para amortiguar el parate. En Londres van más allá y sostienen que la frenada brusca ya empezó.

En parte, eso se origina en un auge de IED más desmedido que su único antecedente similar: la industrialización a todo trapo promovida por dos primeros planes quinquenales soviéticos (1923-32). Desde febrero, en efecto, va cediendo el ritmo anual de IED, en tanto la estadística mensual pasaba a negativa: 22% de retroceso en el trimestre marzo-mayo.

En mayo, reapareció el superávit comercial –ausente durante años-, lo cual confirma la declinación de la IED. “China intentará depreciar el dólar en 2005. En realidad, debiera dejar flotar la paridad”. Eso opina Michael Kantor, uno de los asesores económicos del senador John Kerry, candidato demócrata a la presidencia.

Quizá compartiendo esa impresión, Washington se muestra preocupado por otro problema del auge chino. Hasta marzo, los amplios déficit norteamericanos en el intercambio bilateral y la pérdida de puestos laborales que representan las exportaciones chinas promovían presiones proteccionistas entre grupos de interés y legisladores.

El gobierno de George W.Bush ha intentado neutralizar ese cabildeo interno. Por ejemplo, declaró que Beijing deberá cumplir con los compromisos tomados al ingresar en la Organización Mundial de Comercio (OMC), en diciembre de 2001. Al mismo tiempo, la Casa Blanca se ha resistido a limitar el acceso de productos chinos al mercado local.

Volviendo al plano cambiario, China ha estado postergando un reajuste del dólar en términos de yüan renmn’bi. Para demócratas y republicanos, el actual dólar caro entraña un subsidio indirecto a las exportaciones hacia EE.UU. Pero, como señalan analistas en Hongkong y Taiwán, cualquier flexibilización cambiaria acabaría reduciendo a la mitad la cotización de la divisa referencial. No obstante, si la economía se enfriase de golpe, el derrumbe de la demanda (importaciones inclusive) anularía las ventajas del ajuste cambiario.

Pero ¿cómo disciplinar a China si el propio EE.UU. y la Unión Europea burlan sus propias obligaciones ante la OMC, en aras de cuantiosos subsidios agrícolas? La reunión del G8 puso en evidencia que, como Rusia, China no está en condiciones de desempeñar papel activo en la estabilidad “macro” y el intercambio globales. En verdad, ninguna de las grandes economías lo está actualmente.

En Washington y ciertas usinas intelectuales europeas, todavía hay quienes se ilusionan con transformar el G8 en G9, incorporando China. Pero, en realidad, lo único tangible es el G7: EE.UU., Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Canadá e Italia. Al respecto, un columnista japonés señalaba: “el G7 tendría que ser G4, porque la Unión Europea debiera absorber Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia”.

Al mismo tiempo, la presencia china en la OMC ya no puede ser clave de la integración a un sistema global de normas. Máxime si éstas se identifican con los mercados, pues la apertura de Beijing no está condicionada a éstos y, ni siquiera, a las pautas políticas históricamente asociadas al capitalismo. Como Rusia, China tiene un concepto de mercado ajeno al occidental, pero afín al imperante en Europa occidental hasta el siglo XVIII.

Al igual que en el mundo islámico, la cultura sociopolítica en China o Vietnam no privilegia derechos o libertades individuales, el sector privado como base de la economía ni, mucho menos, la democracia occidental. Tampoco lo hacía el Imperio Romano, modelo favorito de los “halcones” alrededor de Bush.

Curiosamente, los apóstoles del G9 hablan de “integración gradual”, a partir de la junta de ministros de Economía o Hacienda. Pero ésta refleja el G7, no el G8, pues excluye a Rusia. De ahí que la idea – a lanzarse en octubre- no caiga bien ni en el Sistema de Reserva Federal ni en el Banco Central Europeo (que bastantes líos tiene ya para absorber diez socios nuevos, en su mayoría preindustriales).

Ahora bien “¿y si el G7 o el G8 fuesen ya anacronismos, en un mundo donde el poder económico empieza a encapsularse?. Es hora –afirma Matthew Goodman, ex director en el Consejo Nacional de Seguridad, Washington- de que el G7 o el G8 abran los ojos a la realidad”. Por lo visto, esta realidad excluye la globalización a ultranza.

Sin duda, China se ha hecho demasiado grande como para pasarla por alto. Su economía es la sexta del mundo –aunque no el producto bruto por habitante- y supera a Canadá y Rusia. Pero, claro, el primero es una democracia industrial (pertenece realmente al G7) y la segunda en una virtual autocracia que no termina de ingresar al capitalismo. China está mucho más cerca de Rusia que de Canadá, por supuesto.

Al menos hasta diciembre, Beijing estaba cuarta en volumen de comercio exterior y primera como destino de inversiones externas directas (IED), puesto del cual había desalojado a Estados Unidos en 2000. Hasta marzo, era importador principal de insumos y productos primarios, empezando por hidrocarburos. Pero, al arrancar la reunión G8, surgían ya síntomas alarmantes.

Como señalaban cinco documentos debatidos en Sea Island, se acumulan las señales de recalentamiento. En verdad, el propio gobierno chino había detectado el problema. Ahora, existe consenso generalizado en cuanto a que la economía se frenará y sólo se discute sobre si el proceso será paulatino o de golpe.

Algunos medios identificados con el mercantilismo o el monetarismo auguran ya un aterrizaje forzoso. O sea, estiman que Washington, Tokio y Beijing están equivocados: una mezcla de medidas administrativas con fuerzas del mercado no bastará para amortiguar el parate. En Londres van más allá y sostienen que la frenada brusca ya empezó.

En parte, eso se origina en un auge de IED más desmedido que su único antecedente similar: la industrialización a todo trapo promovida por dos primeros planes quinquenales soviéticos (1923-32). Desde febrero, en efecto, va cediendo el ritmo anual de IED, en tanto la estadística mensual pasaba a negativa: 22% de retroceso en el trimestre marzo-mayo.

En mayo, reapareció el superávit comercial –ausente durante años-, lo cual confirma la declinación de la IED. “China intentará depreciar el dólar en 2005. En realidad, debiera dejar flotar la paridad”. Eso opina Michael Kantor, uno de los asesores económicos del senador John Kerry, candidato demócrata a la presidencia.

Quizá compartiendo esa impresión, Washington se muestra preocupado por otro problema del auge chino. Hasta marzo, los amplios déficit norteamericanos en el intercambio bilateral y la pérdida de puestos laborales que representan las exportaciones chinas promovían presiones proteccionistas entre grupos de interés y legisladores.

El gobierno de George W.Bush ha intentado neutralizar ese cabildeo interno. Por ejemplo, declaró que Beijing deberá cumplir con los compromisos tomados al ingresar en la Organización Mundial de Comercio (OMC), en diciembre de 2001. Al mismo tiempo, la Casa Blanca se ha resistido a limitar el acceso de productos chinos al mercado local.

Volviendo al plano cambiario, China ha estado postergando un reajuste del dólar en términos de yüan renmn’bi. Para demócratas y republicanos, el actual dólar caro entraña un subsidio indirecto a las exportaciones hacia EE.UU. Pero, como señalan analistas en Hongkong y Taiwán, cualquier flexibilización cambiaria acabaría reduciendo a la mitad la cotización de la divisa referencial. No obstante, si la economía se enfriase de golpe, el derrumbe de la demanda (importaciones inclusive) anularía las ventajas del ajuste cambiario.

Pero ¿cómo disciplinar a China si el propio EE.UU. y la Unión Europea burlan sus propias obligaciones ante la OMC, en aras de cuantiosos subsidios agrícolas? La reunión del G8 puso en evidencia que, como Rusia, China no está en condiciones de desempeñar papel activo en la estabilidad “macro” y el intercambio globales. En verdad, ninguna de las grandes economías lo está actualmente.

En Washington y ciertas usinas intelectuales europeas, todavía hay quienes se ilusionan con transformar el G8 en G9, incorporando China. Pero, en realidad, lo único tangible es el G7: EE.UU., Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Canadá e Italia. Al respecto, un columnista japonés señalaba: “el G7 tendría que ser G4, porque la Unión Europea debiera absorber Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia”.

Al mismo tiempo, la presencia china en la OMC ya no puede ser clave de la integración a un sistema global de normas. Máxime si éstas se identifican con los mercados, pues la apertura de Beijing no está condicionada a éstos y, ni siquiera, a las pautas políticas históricamente asociadas al capitalismo. Como Rusia, China tiene un concepto de mercado ajeno al occidental, pero afín al imperante en Europa occidental hasta el siglo XVIII.

Al igual que en el mundo islámico, la cultura sociopolítica en China o Vietnam no privilegia derechos o libertades individuales, el sector privado como base de la economía ni, mucho menos, la democracia occidental. Tampoco lo hacía el Imperio Romano, modelo favorito de los “halcones” alrededor de Bush.

Curiosamente, los apóstoles del G9 hablan de “integración gradual”, a partir de la junta de ministros de Economía o Hacienda. Pero ésta refleja el G7, no el G8, pues excluye a Rusia. De ahí que la idea – a lanzarse en octubre- no caiga bien ni en el Sistema de Reserva Federal ni en el Banco Central Europeo (que bastantes líos tiene ya para absorber diez socios nuevos, en su mayoría preindustriales).

Ahora bien “¿y si el G7 o el G8 fuesen ya anacronismos, en un mundo donde el poder económico empieza a encapsularse?. Es hora –afirma Matthew Goodman, ex director en el Consejo Nacional de Seguridad, Washington- de que el G7 o el G8 abran los ojos a la realidad”. Por lo visto, esta realidad excluye la globalización a ultranza.

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