Mucho antes que Irak, Afganistán ha frustrado desde 1838 a ingleses, rusos y ahora norteamericanos, que se estrellan entre sus montañas. Lo que ocurre en Pakistán es historia vieja y también lo es la “pesadilla” del general Ricardo Sánchez en Bagdad.
La violenta ofensiva de Islamabad sobre áreas talibán en la frontera pakiafgana inició la guerra abierta. En otras palabras, Pakistán –un país inventado en 1947- ya juega en el complejo ajedrez de Afganistán, que existe desde hace siglos. Guerrillas de habla pashtú amenazan Peshawar, clave de la ruta entre Rawalpindi (otra capital paki) y el legendario paso de Jaiber, que desemboca en Afganistán y es clave de una historia que viene de lejos. Ahí Alejandro III de Macedonia tuvo que detenerse en el siglo IV antes de la era común.
Mucho después, en 1938, el alto mando británico concluyó que cien años de esfuerzos habían sido inútiles para retener Kabul, Kandahar y Herat, las principales plazas fuertes afganas. Una aventura iniciada por Alexander Burnes (1831) desató la primera guerra angloafgana en 1838. Era en realidad un intento de asegurar la defensa del Jaiber y la frontera noroccidental india, la misma que separa hoy Pakistán de Afganistán y sirve de santuario para al-Qa’eda.
El lento y accidentado reemplazo de un imperio moghul (Delhi), hecho pedazos, por el “raj” (reino) británico tomó desde 1799 para llegar a esas fronteras. Al principio de la esa empresa, las tierras indias al este y sudeste (Pundyab, Sindh) estaban aún en poder de los sij, hostiles a Gran Bretaña, que había llegado a Delhi (1818) desde Bengala, vía el Ganges.
Pero los antiguos dominios de Ghazna (Kabul) eran otro cantar. Desde el siglo XVII, los imperios moghul (Delhi), persa (Isfahán) y uzbeko (Jiva) se disputaban Afganistán y Beluchistán –su vasallo sur, que llegaba al mar- desde adentro. En el siglo XVIII, el imperio ruso penetraba desde el norte y, en cien años, se apoderó de los feudos kadsajos, uzbekos, kirghizes y turcomanos. A partir de 1838, los contendientes por Kabul serán santa Petersburgo y Londres.
Hacia 1830, la férula británica había llegado a la frontera noroeste de India, donde perdió la primera guerra angloafgana (1838/57). Los dos siguientes, 1879/81 y 1919/23, fueron nuevos desastres. Entretanto, los rusos fracasaban en 1885, 1896 y 1907. El problema era simple: los montañeses de habla irania –mayoría-, turca y mongol viven en perfecta anarquía, pero se unen cada vez que alguna potencia externa no musulmana trata de domeñarlos. Sus reductos están entre montañas de 4.000 metros para arriba.
La invasión soviética de 1975 (coincidente con la evacuación norteamericana de Vietnam) fue un completo fiasco. Pero generó dos grupos, los talibán y al Qa’eda, armados y sostenidos por Estados Unidos y Saudiarabia. La actual intervención norteamericana sigue ese camino, con un agravante: las guerrillas afganas han hecho pie en Pakistán noroccidental (hoy en manos de un régimen tambaleante) y los aliados de EE.UU. no aguantarán mucho tiempo más. Para no hablar de las incursiones guerrilleras en la parte india de Cachemira, al noreste del Jaiber.
Las reciente, amargas palabras del primer comandante norteamericano en Irak reflejan otro aspecto del desastre. Este militar de obvio origen hispano no trepida en afirma que “Estados Unidos vive una pesadilla sin final a la vista. Tras más de cuatro años de guerra, continuamos sin una estrategia capaz de lograr victorias o, al menos, evitar una derrota lisa y llana. La nueva actitud turca dificulta aún más las cosas”.
Mucho antes que Irak, Afganistán ha frustrado desde 1838 a ingleses, rusos y ahora norteamericanos, que se estrellan entre sus montañas. Lo que ocurre en Pakistán es historia vieja y también lo es la “pesadilla” del general Ricardo Sánchez en Bagdad.
La violenta ofensiva de Islamabad sobre áreas talibán en la frontera pakiafgana inició la guerra abierta. En otras palabras, Pakistán –un país inventado en 1947- ya juega en el complejo ajedrez de Afganistán, que existe desde hace siglos. Guerrillas de habla pashtú amenazan Peshawar, clave de la ruta entre Rawalpindi (otra capital paki) y el legendario paso de Jaiber, que desemboca en Afganistán y es clave de una historia que viene de lejos. Ahí Alejandro III de Macedonia tuvo que detenerse en el siglo IV antes de la era común.
Mucho después, en 1938, el alto mando británico concluyó que cien años de esfuerzos habían sido inútiles para retener Kabul, Kandahar y Herat, las principales plazas fuertes afganas. Una aventura iniciada por Alexander Burnes (1831) desató la primera guerra angloafgana en 1838. Era en realidad un intento de asegurar la defensa del Jaiber y la frontera noroccidental india, la misma que separa hoy Pakistán de Afganistán y sirve de santuario para al-Qa’eda.
El lento y accidentado reemplazo de un imperio moghul (Delhi), hecho pedazos, por el “raj” (reino) británico tomó desde 1799 para llegar a esas fronteras. Al principio de la esa empresa, las tierras indias al este y sudeste (Pundyab, Sindh) estaban aún en poder de los sij, hostiles a Gran Bretaña, que había llegado a Delhi (1818) desde Bengala, vía el Ganges.
Pero los antiguos dominios de Ghazna (Kabul) eran otro cantar. Desde el siglo XVII, los imperios moghul (Delhi), persa (Isfahán) y uzbeko (Jiva) se disputaban Afganistán y Beluchistán –su vasallo sur, que llegaba al mar- desde adentro. En el siglo XVIII, el imperio ruso penetraba desde el norte y, en cien años, se apoderó de los feudos kadsajos, uzbekos, kirghizes y turcomanos. A partir de 1838, los contendientes por Kabul serán santa Petersburgo y Londres.
Hacia 1830, la férula británica había llegado a la frontera noroeste de India, donde perdió la primera guerra angloafgana (1838/57). Los dos siguientes, 1879/81 y 1919/23, fueron nuevos desastres. Entretanto, los rusos fracasaban en 1885, 1896 y 1907. El problema era simple: los montañeses de habla irania –mayoría-, turca y mongol viven en perfecta anarquía, pero se unen cada vez que alguna potencia externa no musulmana trata de domeñarlos. Sus reductos están entre montañas de 4.000 metros para arriba.
La invasión soviética de 1975 (coincidente con la evacuación norteamericana de Vietnam) fue un completo fiasco. Pero generó dos grupos, los talibán y al Qa’eda, armados y sostenidos por Estados Unidos y Saudiarabia. La actual intervención norteamericana sigue ese camino, con un agravante: las guerrillas afganas han hecho pie en Pakistán noroccidental (hoy en manos de un régimen tambaleante) y los aliados de EE.UU. no aguantarán mucho tiempo más. Para no hablar de las incursiones guerrilleras en la parte india de Cachemira, al noreste del Jaiber.
Las reciente, amargas palabras del primer comandante norteamericano en Irak reflejan otro aspecto del desastre. Este militar de obvio origen hispano no trepida en afirma que “Estados Unidos vive una pesadilla sin final a la vista. Tras más de cuatro años de guerra, continuamos sin una estrategia capaz de lograr victorias o, al menos, evitar una derrota lisa y llana. La nueva actitud turca dificulta aún más las cosas”.