No hace falta ser experto para llegar a la conclusión de que en estos días la Argentina está atravesando una situación política crítica y que el clima que se vive tiene muy pocos precedentes desde la restauración democrática de 1983.
Sin embargo, a diferencia de otros episodios comparables por su gravedad –la Semana Santa de 1987, las hiperinflaciones de Alfonsín y Menem–, esta vez no está en duda ni el sistema institucional ni el rumbo central de la economía.
Están en duda, en todo caso, matices –más grandes, más pequeños– acerca de cómo orientar la gestión dentro de un camino que aún no recibe cuestionamientos terminantes.
Para decirlo claramente: se discuten herramientas, no el modelo.
El cuadro es suficientemente conocido y casi toda su gravedad está a la vista: un gobierno que no alcanza a demostrar la capacidad más elemental para generar consensos –ni siquiera dentro del propio oficialismo– y el desfile cada vez más vertiginoso de ministros y secretarios que, sin poder suficiente, duran en sus cargos lo que la luz de un fósforo.
Lo poco que no está a la vista es fácilmente imaginable: las especulaciones, los análisis, y las proyecciones de entendidos y aficionados, porque, al fin y al cabo, se trata de cuestiones del más puro interés público.
En ese contexto, hace varios días que, tanto en los despachos oficiales, como en las salas de directorio, las redacciones y hasta las mesas de café, se tejen las más disímiles hipótesis.
Una de ellas, para nada novedosa, es la posibilidad –que no es lo mismo que probabilidad– de que el presidente Fernando de la Rúa decida renunciar a su cargo y/o convocar anticipadamente a elecciones presidenciales.
¿Por qué, después de varios días de especulaciones, sólo hoy esa posibilidad tomó estado público, disfrazada de rumor?
¿Por qué, aunque hace varios días que en todos lados se habla del tema, sólo hoy se lo tomó como excusa para que la Bolsa se derrumbara?
Huelga explicar que cuando las cotizaciones caen y mucha gente pierde dinero, otros ganan proporcionalmente.
Tal vez un episodio sucedido un día de 1983 sirva para comprender lo que sucedió hoy y, en un sentido más amplio, permita aproximarse a la lógica de ese conjunto abstracto de intereses llamado genéricamente los mercados.
Entonces, el autor de estas líneas era un joven –y poco experto– cronista acreditado por una agencia noticiosa local ante el Ministerio de Economía.
Como todos los días, a primera hora de esa tarde hizo su habitual ronda telefónica de consultas en bancos y financieras, para saber cómo habían operado los mercados y elaborar, sobre esa base, su reporte diario.
Las cinco o seis fuentes consultadas ese día fueron unánimes: las tasas de interés y el dólar paralelo –el tipo de cambio libre en esa época tan regulada– se habían disparado brutalmente porque había corrido el rumor de que el ministro de Economía, a la sazón Jorge Wehbe, había sufrido un infarto.
El cronista recordó inmediatamente que Wehbe, un hombre ya mayor, había sufrido un cuadro cardíaco bastante antes de asumir por tercera vez la jefatura del Palacio de Hacienda, por lo que la versión le pareció creíble.
No obstante, antes de escribir su informe llamó al jefe de prensa del ministro, para chequear el dato.
Sin demasiada preocupación, el funcionario respondió que sabía de la versión, pero que nada tenía que ver con la realidad.
El cronista terminó la nota, en la que que mencionó el rumor y la desmentida oficial. Al rato, lo sorprendió una llamada del jefe de prensa: “¿Podés bajar? El ministro quiere verte”.
Tras los saludos de rigor, Wehbe explicó al periodista que lo había citado sólo para que pudiera comprobar, sin intermediarios, que gozaba de buena salud.
“Bueno, doctor, pero si nada de esto es cierto, ¿cómo puede originarse una versión como ésta?”, preguntó el inexperto cronista.
El periodista jamás olvidó la respuesta: “En los mercados financieros y cambiarios operan personas que, sólo con rumores, aunque luego se desmientan, pueden ganar muchísimo dinero en un rato. Y si para eso necesitan matar a sus propias madres por una hora o dos, lo hacen. ¿Cómo no me van a poner un infarto a mí?”
No hace falta ser experto para llegar a la conclusión de que en estos días la Argentina está atravesando una situación política crítica y que el clima que se vive tiene muy pocos precedentes desde la restauración democrática de 1983.
Sin embargo, a diferencia de otros episodios comparables por su gravedad –la Semana Santa de 1987, las hiperinflaciones de Alfonsín y Menem–, esta vez no está en duda ni el sistema institucional ni el rumbo central de la economía.
Están en duda, en todo caso, matices –más grandes, más pequeños– acerca de cómo orientar la gestión dentro de un camino que aún no recibe cuestionamientos terminantes.
Para decirlo claramente: se discuten herramientas, no el modelo.
El cuadro es suficientemente conocido y casi toda su gravedad está a la vista: un gobierno que no alcanza a demostrar la capacidad más elemental para generar consensos –ni siquiera dentro del propio oficialismo– y el desfile cada vez más vertiginoso de ministros y secretarios que, sin poder suficiente, duran en sus cargos lo que la luz de un fósforo.
Lo poco que no está a la vista es fácilmente imaginable: las especulaciones, los análisis, y las proyecciones de entendidos y aficionados, porque, al fin y al cabo, se trata de cuestiones del más puro interés público.
En ese contexto, hace varios días que, tanto en los despachos oficiales, como en las salas de directorio, las redacciones y hasta las mesas de café, se tejen las más disímiles hipótesis.
Una de ellas, para nada novedosa, es la posibilidad –que no es lo mismo que probabilidad– de que el presidente Fernando de la Rúa decida renunciar a su cargo y/o convocar anticipadamente a elecciones presidenciales.
¿Por qué, después de varios días de especulaciones, sólo hoy esa posibilidad tomó estado público, disfrazada de rumor?
¿Por qué, aunque hace varios días que en todos lados se habla del tema, sólo hoy se lo tomó como excusa para que la Bolsa se derrumbara?
Huelga explicar que cuando las cotizaciones caen y mucha gente pierde dinero, otros ganan proporcionalmente.
Tal vez un episodio sucedido un día de 1983 sirva para comprender lo que sucedió hoy y, en un sentido más amplio, permita aproximarse a la lógica de ese conjunto abstracto de intereses llamado genéricamente los mercados.
Entonces, el autor de estas líneas era un joven –y poco experto– cronista acreditado por una agencia noticiosa local ante el Ministerio de Economía.
Como todos los días, a primera hora de esa tarde hizo su habitual ronda telefónica de consultas en bancos y financieras, para saber cómo habían operado los mercados y elaborar, sobre esa base, su reporte diario.
Las cinco o seis fuentes consultadas ese día fueron unánimes: las tasas de interés y el dólar paralelo –el tipo de cambio libre en esa época tan regulada– se habían disparado brutalmente porque había corrido el rumor de que el ministro de Economía, a la sazón Jorge Wehbe, había sufrido un infarto.
El cronista recordó inmediatamente que Wehbe, un hombre ya mayor, había sufrido un cuadro cardíaco bastante antes de asumir por tercera vez la jefatura del Palacio de Hacienda, por lo que la versión le pareció creíble.
No obstante, antes de escribir su informe llamó al jefe de prensa del ministro, para chequear el dato.
Sin demasiada preocupación, el funcionario respondió que sabía de la versión, pero que nada tenía que ver con la realidad.
El cronista terminó la nota, en la que que mencionó el rumor y la desmentida oficial. Al rato, lo sorprendió una llamada del jefe de prensa: “¿Podés bajar? El ministro quiere verte”.
Tras los saludos de rigor, Wehbe explicó al periodista que lo había citado sólo para que pudiera comprobar, sin intermediarios, que gozaba de buena salud.
“Bueno, doctor, pero si nada de esto es cierto, ¿cómo puede originarse una versión como ésta?”, preguntó el inexperto cronista.
El periodista jamás olvidó la respuesta: “En los mercados financieros y cambiarios operan personas que, sólo con rumores, aunque luego se desmientan, pueden ganar muchísimo dinero en un rato. Y si para eso necesitan matar a sus propias madres por una hora o dos, lo hacen. ¿Cómo no me van a poner un infarto a mí?”